Uno de septiembre. Uno de septiembre. Noto las palabras dulcecitas en los labios: es momento de nuevos proyectos. ¿Oíste eso? Sonaron las campanas. Y es que un año nuevo comienza cada inicio de septiembre, y llegan los regalos y los vientos nuevos, y sobre todo una extraña sensación de que hay que tirar cosas, hay que limpiar la casa y el cuerpo y el alma, hay que limpiarlo todo y empezar en un suelo nuevo y muy blanco en el que nunca antes nadie haya dejado una huella maestra.
Es un septiembre nuevo porque nació un limonero en un jardín secreto que tengo. Lo planté hace mucho tiempo: cuando estaba en Bruselas siempre soñaba con las cosas que algún día quería hacer, y hacía listas, y me imaginaba en diversos papeles y en algunos me sentía más contenta y otros me encajaban más. . Y ahora tengo esto: los frutos. Y tengo más aún: nuevas semillas que brotaron a la vez y que ahora sé cómo hay que cuidar para que nazcan sanas y fuertes y conviertan esta, mi casa, en un jardín frondoso lleno de peras, mangos y fresas.
¿No lo dije aún? Tenemos sorpresas. Muchas, además. Llegarán con el primer viento del otoño pero no puedo morderme la lengua más tiempo, quiero gritar a toda la ciudad lo que estamos preparando. Ay, me contengo. ¿O no?. Jajaja, pura dubitación bloguera. Solo unas pistas: hay mucha escritura, hay mucho viaje y además hay sitio para todos vosotros. Y lo que no es un secreto, además, es que la Asociación de Bloggers de Viaje de Barcelona está dando sus primeros pasos y dentro de poco nacerá con cara y ojos y os dirá hola ella misma
Este otoño que llega me sabe diferente: como si fuera a ser fundamental. ¿Sabes cuando hay una corazonada que te late por dentro y no sabes cómo expresarla en alto? Sé que estoy en un proceso de mutación extrema, cambiándome por dentro y por fuera, convirtiéndome, fluyendo rápido. Yo misma lo noto. Ni siquiera las palabras son las mismas porque de algunas me cansé y las dejé ir.
En algunos momentos, cuando tomo café en las plazas, tengo que dejarlo todo de repente. Es entonces cuando siento por dentro todos los otoños de la historia, todos los otoños no vividos pero que están en mi inconsciente porque pertenecen a los recuerdos de la Tierra. Entonces cae la primera hoja y cierro los ojos. Estoy en Berlín y pasan coches de caballos. Cae otra hoja y comienza el otoño en Madrid y la lluvia arrecia y hace de las calles riachuelos. Vuelvo a Madrid otra vez y pienso que le es inherente, por encima de todo, el sonido del tráfico y el humo de las mañanas muy temprano. Entonces se agitan las ramas y Praga se esconde entre la bruma y paseamos entre los puentes y tomamos té muy caliente y galletas en los cafés del barrio judío. Esa es la sensación que da la brisa, el aire del fin del verano. Una vez quise ponerle nombre a ese viaje tan extraño por la historia de las estaciones, pero todavía no me lo encontré bajo la lengua. Me venía siempre cuando estaba en mi habitación en el pueblo, muy de noche, y me sentaba en el alféizar de la ventana a reescribir sueños, y ya se ha convertido en costumbre viajar de esta manera.
Llegan los nuevos: los que se apropiarán de Barcelona este invierno. Los tengo delante y me preguntan qué cosas adiviné en un año, si me gusta más el Raval o el Gòtic, si yo también llegué a un hostal el primer día, sin saber nada de nada, y cuál fue mi primera impresión. ¡Oh-Barcelona! ¿Cómo vas a construirte en sus cabezas? Ayer un chico me decía que Barcelona es una ciudad parada y que ya no se construye a sí misma porque los que la habitan son solo visitantes que se quedan unos días con ella, pero yo no estoy de acuerdo: con cada paso se siente transformada, y con el cambio en los cielo. Siempre pienso que me gustaría tener el poder de ver con los ojos de otra persona, percibir, contrastar con mis pupilas los colores. Ah, los poderes, la alquimia, lo imposible.
Llega el otoño de a poquito y me muerdo las uñas de la emoción. Sopla, sopla viento fuerte.
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