Acaba el verano, sí. Llegan los atardeceres tempranos y los amaneceres tardíos. Llegan los días de calor inesperados -el veranillo del membrillo-, y el frío llega y se sienta contigo en el sofá. Septiembre es ese mes de ni que sí ni que no, que ni azul ni naranja; una mezcolanza de sensaciones capaz de confundir a cualquiera. El aire deja de oler a sal y pasa a oler a vacío; pesa más y se posa en nuestros hombros.
Un verano: dos meses mal contados de ganas, de alegría, de energía, y de sentimientos y planes en potencia, pero que muchas veces se queda en eso, en potencia, y no llegan a ser nunca. No llegan a ser nunca, o no siempre, o quizás no este verano y sí el siguiente.
Para muchos el día de hoy, la transición a septiembre es sinónimo de tristeza, pero para mí nunca fue así. Por poco que me espere de cada verano, éste siempre acaba sorprendiéndome. Le debo mucho a esta estación del año a pesar de no ser mi favorita. Agosto es el mes de las enseñanzas por excelencia, al menos para mí. Este mes es al año como el atardecer es al día, teniendo la noche -septiembre- para reflexionar y aprender. Pero sobre todo para aprender. Miras atrás, y ves las huellas que dejaste en la orilla en aquel paseo por la playa. Siempre puedes volverte sobre tus pasos, y pisarlas para rehacer el camino, o decides coger uno alternativo. Septiembre es un mes infravalorado en cuanto a aprendizaje se refiere, y creo que todos le debemos una oportunidad. Yo por el momento, se la llevo preparando desde que llegó el 20 de agosto. El final del verano, la pesadilla del año, la tristeza, los adioses y las despedidas.
Yo… con mi maleta llena de experiencias acabo de llegar de mis vacaciones emocionales, ahí está tirada en el suelo dispuesta a ser deshecha.
Yo… estoy dispuesta a ir sacando una a una, para mirarlas y remirarlas, todas esas experiencias buscando en ellas aquella manchita, aquella arruga o aquella motita, la cual, por muy pequeña que sea, haga que aprenda de manera muy grande.
Yo… estoy dispuesta a recordar todos aquellos buenos momentos, y los no tan buenos -que por algo vinieron-, para conseguir sacar de todo ello una mejor versión de mí, siempre mirando por mí. Yo. Yo. Verano y yo. Aprendizaje y yo. Reflexión y yo.
Uno no disfruta del verano si no se entrega en totalidad a uno mismo. Sin un disfrute pleno de uno, se es incapaz de compartir con los demás. La paz crece dentro y cuando es lo suficientemente grande sale fuera y se hace visible. No se puede crear desde fuera para que llegue hacia dentro. Error garrafal.
Un verano no se disfruta si no estás en paz con tu interior, si no has cerrado las puertas al invierno para que el frío se quede allí dentro.
Un verano no se disfruta si no quieres que sea verano.
Un verano no se disfruta si no estás dispuesto a aprender.
Un verano no se disfruta si no estás dispuesto a crecer. Si no estás dispuesto a creer.
El sol no te parecerá tan bonito cuando se pone, si no estás dispuesto a verlo caer.
Por eso os recomiendo a todos, que como yo, cerremos este verano con grandes lecciones aprendidas sobre cómo ser la mejor versión de uno mismo, para que el verano que viene no sea un verano en potencia, si no que llegue a ser verano. Todo pasa por algo, y hay que aprovecharlo.
Pero ojo, para amar al verano, hay que enamorarse primero del invierno.
Feliz aprendizaje.