Llega septiembre, el temido y deseado septiembre. Este año retorna envuelto en la bruma del desasosiego. Siempre fue un mes de tránsito, en el que el verano daba sus últimas bocanadas empujado por el aliento de un otoño que cada vez con más frecuencia avisaba de su próxima llegada. Pero en este año inaudito, detenido en su día a día y que ha frenado toda actividad y rutina, obligándonos a estar encerrados y a desconfiar unos de otros, septiembre viene acompañado del desasosiego y la incertidumbre. El mes del inicio de un nuevo ciclo laboral, estudiantil, comercial y económico, no brinda esta vez ni confianza ni ánimos para comenzar nada. Sólo nos despierta temores e inquietudes. Miedo por los hijos y nietos que han de intentar regresar a los colegios y guarderías. Miedo al trabajo y a los compañeros que también temen nuestro regreso. Miedo a las aglomeraciones y concentraciones en la calle, en el transporte, en los bares, en las tiendas. Miedo a los viajes y a las visitas. Todo y todos son sospechosos de un mal que nos atenaza y paraliza. El pánico aflora a nuestros ojos, parapetados tras unas mascarillas que difuminan nuestros rostros e identidad.
Llega septiembre, pero no es igual a ninguno anterior. No nos trae esperanzas de cambio, a pesar de que las brisas frescas amanezcan algunas mañanas. Seguimos instalados en la misma incertidumbre que caracterizó a la primavera y al verano. Y continuaremos con ese desasosiego en el cuerpo que nos provoca una versión moderna de la peste, con sus cuarentenas y sus apestados. Intentamos olvidarnos de esa epidemia durante el verano y septiembre llega para recordarnos que el peligro sigue acechando. Maldito año que no nos deja disfrutar de sus estaciones ni de nuestras vidas. Septiembre sigue alimentando nuestro desasosiego.