A raíz de las recientes controversias sobre las cátedras de conservatorios, hoy quiero compartir dos reflexiones.
La primera, cuánto me sorprende o, mejor dicho, me sigue sorprendiendo, el conservacionismo del circuito académico musical español. Se convocan oposiciones a cátedra, unos cuantos se presentan, algunos candidatos impugnan. La prensa autonómica y nacional, con mayor o menor acierto, con mayor o menor rigor, se hace eco. Los unos atacan, los otros se defienden. Los comentarios inundan las redes sociales, a favor y en contra de cada caso, algunos argumentados y correctos, pero otros tan vulgares que descalifican inmediatamente a quien los rubrica; pero una inmensa mayoría lee, opina un poco, pero sobre todo quiere e intenta que pronto las aguas vuelvan a su cauce... ¡Pero si nunca han estado en su cauce!
Nada de lo que está pasando en este verano de 2019 es nuevo.
Malestar de los alumnos, reclamaciones oficiales de alumnos, padres y profesores, dmisiones en bloque de juntas directivas, huelgas, recursos de alzada, sentencias, etc. ¿Hace falta que repasemos la historia de las crisis, reclamaciones y otros avatares de los conservatorios superiores españoles en los últimos 20 años? Es muy fácil: entras en google, pones la institución que te interese, el signo más, y lo que te apetezca conocer ("dimisión", "junta directiva", "alumnos", "baremación", "irregularidades"). Espero que tengas la tarde libre, porque hay lectura para rato.
Recuerdo, sin pararme a hacer memoria, dos casos sonadísimos. Uno, en Historia de la Música, en que un candidato impugnó una oposición y ganó el recurso. Otro, en que se prefirió a un candidato con un buen CV antes que a otro que era una referencia nacional e internacional, con más de 20 años como catedrático interino a sus espaldas. Ahí era imposible decir que solo era un músico de escena sin experiencia docente. Pero, en su momento, tampoco le consideraron apto para el Conservatorio de Madrid. En los dos casos, tanto los candidatos que ganaron las plazas como los que no, tenían buenos CV, pero hubo defectos de forma de libro e indicios de querer favorecer a un candidato concreto. Tal vez entonces las redes sociales no eran tan activas como ahora, pero toda la profesión y sobre todo, toda la especialidad, se enteró de los pormenores. Animaban a un candidato o al contrario, muchas veces a ambos para quedar bien con todo el mundo, pero cuando había que posicionarse no del lado de uno de ellos, sino del de la trasparencia aquello parecía la cima de una montaña a las tres de la manaña: vacía.
Esa pereza, esa cobardía, esa fobia diría yo, a que se sepa lo que se cuece en el circuito académico musical español, a que salga a la luz, a que llegue incluso a las personas que no escuchan música clásica, es, mi opinión, la clave de bóveda de estos 30 años sin convocatorias a cátedra. Me fascina nuestra resistencia a salir de la zona de confort que consiste en no decir ni pío mientras a mí no me afecte e incluso en no decir ni pío aunque me afecte no sea que me cojan manía. Somos en parte responsables de la situación que se ha vivido estos 30 años. Mi 2ª reflexión tiene que ver con el CV de los aspirantes a catedrático.
En las normas para presentarse a un examen, oposición o concurso de cátedra musical de cualquier especialidad en Francia, Alemania, Suiza, Austria, UK, EEUU es requisito obligado poder demostrar que has hecho y estás haciendo una carrera artística. Copio literalmente lo que se exige habitualmente para las plazas de catedrático del Conservatorio de París, además de la titulación superior y un mínimo de 3 años de docencia:
"Pueden presentar su candidatura las personas o diplomas de enseñanza superior otorgadas por instituciones musicales o universitarias francesas y extranjeras habilitadas y/o justificar una actividad docente de al menos tres años y de una carrera nacional o internacional excepcional."Solo en España parece que hay que disculparse por tener un nombre y salir a escena o ser un compositor al que le estrenan, le encargan y le pagan obras. Solo en España parece que una carrera excepcional es sinónimo de mal docente y, a la inversa, que ser un músico anónimo lo es de gran pedagogo. ¿Por qué?
La calidad docente existe en los profesores anónimos y en los que son una referencia internacional. Descalificar a alguien como docente porque ejerza su carrera en Nueva York o porque la ejerza en Olmedo es absurdo. Ahora bien, hasta el día de hoy, no ha habido una sola carrera musical que no se legitime gracias a haber estudiado o colaborado con referencias nacionales e internacionales. Hasta el punto de que no tiene el mismo peso que yo diga que he tocado la 2ª Sonata de Boulez para Domingo Castellanos, mi querido profesor de 1º de armonía, para Jean-Philippe Collard, mi querido maestro de piano o para Pierre Boulez, al que no me unía nada salvo admiración. En esto del CV musical hay jerarquías y, por tanto, cuando una institución musical se priva de referencias nacionales e internacionales está causando indirectamente un daño mayúsculo a los estudiantes. No quiero decir con esto que A merezca la oposición más que B, sino que el drama es que no puedan convocarse más cátedras numerarias para contar con A y con B.
La conclusión que yo saqué de todo este entramado entre 2010 y 2015 es la razón por la que decidí abandonar la docencia musical en España. A mí no me fue mal y pude conseguir todo lo que, entre 2005 (en que regresé a España) y 2015 deseé: una cátedra numeraria a la unanimidad y sin que nadie pusiera en entredicho que la merecía, 5 plazas de profesor asociado en universidades públicas que incluían docencia en los tres ciclos (grado, máster y doctorado), las acreditaciones de la Aneca para ser profesor fijo de universidad, la participación en proyectos i+d, erasmus, etc. Cuando me presentaba a algo sí analizaba si estaba dado, e incluso en esos casos me presentaba con idea de quedar 2ª o 3ª y decir "eh, que estoy aquí". A veces después me llamaban para ofrecerme otra cosa, conciertos, conferencias, etc. Entendí el sistema, aunque no me gustara, aprendí a jugar en él y no se me dio mal.
Pero tres momentos, sobre todo el último, me decidieron a abandonar.
El primero, haber asistido a la oposición de cátedra de uno de los musicólogos con mayor prestigio internacional de España. No fue el que no le dieran la cátedra, porque yo no presencié la intervención del resto de candidatos, sino escuchar por parte de uno de los miembros del tribunal que le echaba en cara que, cuando se cruzaban en el tren, no le saludaba o algo de ese estilo. Yo había visto y vivido concursos durísimos en Europa, con discusiones acaloradas, pero en ellos se hablaba de música no de cuestiones personales o de estupideces.
El segundo, vivir la etapa en el Conservatorio Superior de Castilla y León de la junta directiva a la que en el año 2014 (yo ya no estaba) una gran parte de los alumnos y profesores exigió la dimisión. Inenarrable.
El tercero y decisivo, cuando escribiendo el libro sobre Gabriel Fauré, me percaté de que en 5 años (2005-2010) había perdido el 25% de mi nivel de análisis musical. Había sido la primera española en ganar un Premio de Perfeccionamiento de Análisis Musical en el Conservatorio de París y no conseguía recordar todas las presentaciones de la 6ª napolitana en Debussy, Ravel, Fauré. Aquella Beatriz que en el año 2005 entraba y salía de cualquier partitura como Pedro por su casa tenía dificultad para analizar las modulaciones en Fauré.
¿Qué me había pasado?
Lo que había pasado es que llevaba 5 años impartiendo asignaturas apasionantes, con alumnos fantásticos, pero donde siempre estaba -incluso en doctorado o en el conservatorio superior- en niveles elementales o medios de dificultad. No tuve ningún alumno capaz de escuchar mentalmente uno de los cuatro últimos lieder de Richard Strauss. Pero es que no tuve más de cinco colegas que conocieran esta obra, que recordaran su tonalidad, compás y melodías, que pudieran transcribirla para otras formaciones o reducirla al piano. En la universidad fue aún peor, ya que muchos alumnos tenían dificultad para leer la clave de Sol en cuanto las notas se salían del pentagrama, algo que no era de extrañar porque muchos profesores -incluyendo titulares y catedráticos- no leían la de Fa. Me hice una sola pregunta: más allá del prestigio que pueda tener ser funcionario de cualquier cosa (catedrático de música, bombero, meteorólogo, etc.), ¿es prestigioso ser catedrático de música en España? La respuesta me dio escalofríos: había conseguido mejores contactos y mejores oportunidades siendo una estudiante del Conservatorio de París que siendo catedrática de música interina, profesora asociada de doctorado, coordinadora de dos comisiones, etc. en España. O como escribió Cortazar: "más vale no ser nadie en París que alguien en otros sitios".No quise comprometer mi pequeño prestigio labrado con tanto esfuerzo personal ni tampoco perder mi propia maestría técnica por falta de uso. Recuperé mi nivel de armonía, análisis y orquestación, escribí un cuento de terror utilizando como argumento alguna de las esperpénticas situaciones que había visto, lo firmé con seudónimo, se publicó y dije "hasta luego, Lucas".
Ustedes verán qué quieren para sus hijos, nietos, para ustedes mismos.
Yo quise profesores locales que me ayudaron a formarme con paciencia y cariño, pero, en cuanto pude, quise músicos que se jugaban el prestigio cada semana en un escenario, que su nombre legitimaba mi CV. Quise incluso lo que no era posible, que artistas que se negaban a enseñar porque no les interesaba ni por todo el dinero del mundo, hiceran una excepción conmigo.
Me encantaban las obras que estudiábamos desde 1º de piano, los pequeños preludios de Bach, me siguen encantando. Pero quería memorizar y tocar las Goldberg. Quería dominar las páginas más complejas, tanto por su vertiginosidad como por su dificultad intelectual. Y eso es lo que esperaba poder enseñar al regresar a España. Disfruté enseñando una simple cadencia perfecta o analizando una sonatita de Haydn, pero me aburrí. Una vida, una cátedra o una plaza de profesora titular de universidad, sin la Hammerklavier, sin Electra de Richard Strauss, sin Las visiones del Amén... no me interesa.
Estos 30 años de oscurantismo han sido una catástrofe.
Se ha permitido hasta que grandes personas y músicos sean jefes de departamento de especialidades que no son la suya y donde, por tanto, no podían ofrecer ni con su mejor intención el pedigrí que un departamento y una cátedra debe estar en disposición de aportar a sus profesores y alumnos.
Impugnadas o no, ninguna cátedra de música de este país es prestigiosa porque ninguna se gana enfrentándote a una élite de la especialidad. Incluso si todo el plantel de candidatos fuera excelente, la falta de trasparencia del sistema ennegrece el resultado. En el siglo XIX y una parte del XX se anunciaban todos estos concursos en la prensa. El candidato de órgano, piano o dirección de orquesta no realizaba sus pruebas ante el tribunal y cuatro gatos, sino ante un auditorio. No hacía falta grabar las pruebas. Cuando a Ravel no le dieron el 1er Premio de Roma se armó la que se armó porque todo París llevaba años escuchando la música de Ravel, y por eso el director del conservatorio tuvo que dimitir, como responsable indirecto pero máximo de un fallo garrafal. Cuando a Pogorelich le rechazaron en un concurso internacional la que se levantó del tribunal no fue Beatriz Montes sino Martha Argerich. Si ha sido y sigue siendo tan prestigioso entrar en el Conservatorio de París o salir de él, o ganar una plaza en él es porque en los tribunales no solo están responsables de la Administración o músicos anónimos sino Fauré, Albéniz, Messiaen... y, cerca de nosotros, Baskiroff, Rouvier, Beroff, Levinas... Este año he podido consultar las notas que Albéniz tomó cuando fue tribunal de un concurso de acceso de piano del Conservatorio de París. No creo que pueda tener tanta suerte si me da por consultar los ejercicios escritos de las oposiciones a cátedra de este año. Sé dónde se guardan las calificaciones de todos los grandes pianistas franceses que han pasado por los conservatorios de París, Ginebra o Bélgica. No tengo ni la más remota idea de dónde se guardan las notas de los tribunales de cátedras interinas y ahora numerarias en España.
Lo que contribuye al prestigio de un concurso es el tribunal, los candidatos y la trasparencia.¿Puede ofrecer España algo así?