CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA
En países como Guatemala, Honduras y El Salvador —el conflictivo triángulo norte de Centroamérica—, el concepto de juventud dejó de tener, desde hace tiempo, el aura positiva de crecimiento, oportunidad y desarrollo naturalmente implícito en ese segmento de la población. En estos países, dadas sus características sociopolíticas y sistemas económicos orientados hacia el fortalecimiento de sus cerrados círculos de poder, las aspiraciones de los jóvenes se estrellan contra la dura realidad de un entorno hostil.
De ahí el incremento de las actividades delictivas entre una población cada vez más joven —en Guatemala aumentan cada año los crímenes cometidos por niños y adolescentes de ambos sexos—, a lo cual se añade, como colofón y sin duda también como una de sus causas, el empobrecimiento acelerado de las familias, la mayoría de las cuales no alcanzan a ganar lo suficiente para cubrir las necesidades más elementales de vivienda, alimentación y vestuario.
La imagen de una juventud pujante y entusiasta, por lo tanto, es cada día más un estereotipo muy alejado de la realidad para ese contingente menor de 18 años que, por razones diversas, no logró un nivel educativo mínimo capaz de garantizar su desarrollo integral y permitirle el lujo de soñar con un futuro mejor.
Esta degradación de la calidad de vida de la población en general y del sector más joven, en particular, se acentúa de manera progresiva, en perfecta sintonía con el envilecimiento de una administración pública cuyos vacíos han causado debilidad del Estado al punto de colapsar algunas de sus principales instancias, en un vórtice de corrupción y malos manejos. Los grupos más afectados por el fenómeno son la niñez, la juventud y las mujeres. Una potente bomba de tiempo en poblaciones cuyo promedio de edad desciende de modo sostenido.
¿Qué porvenir encuentra un adolescente privado de acceso a un centro educativo de calidad, gratuito y en cuyas aulas se le respete y proporcionen las herramientas para labrarse un futuro promisorio? El sistema actual lo coloca ante la disyuntiva de salir a las calles a conseguir un salario de hambre o ingresar a una clica que le ofrezca un sustancioso ingreso. Difícil elección, en la cual el entorno familiar también juega un papel decisivo.
Y ahí está el siguiente elemento de la fórmula: un contexto familiar históricamente privado de oportunidades de educación —porque el tema no es nuevo— con el desafío de mantener a una familia numerosa, carente de recursos para ofrecerle mejores perspectivas, con un concepto patriarcal de las relaciones interpersonales y, por tanto, alto nivel de violencia doméstica.
Las medidas represivas del Estado contra los jóvenes que delinquen no solo no resuelven los problemas de fondo, sino los agravan, al enfrentarlos a un sistema ciego, sin rutas de rehabilitación capaces de ofrecer nuevas oportunidades de vida. A eso se añade un ámbito laboral no apto para jóvenes rescatados de un contexto de pobreza, violencia y criminalidad.
Las políticas públicas indispensables para revertir esta tendencia no suelen incluir medidas de fondo, como sería un incremento significativo del presupuesto destinado a la educación pública, así como programas sostenibles dirigidos exclusivamente a la niñez y la juventud de menores ingresos. Esos, de acuerdo con el pensamiento político actual, son lujos que los países en desarrollo no pueden costear. Un argumento insostenible ante el despilfarro y la manipulación constante de los fondos públicos y el pésimo manejo de los casi inexistentes programas de desarrollo.
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