DIOS ME PERDONARÁ: ES SU OFICIO. H. Heine
Hubo momentos en la historia en que príncipes y monarcas podían salir del palacio sin ser reconocidos por la población. De esta forma viajó Fernando, desde el Reino de Aragón, atravesando toda Castilla, hasta encontrarse con Isabel. Eran tiempos en los que se usaban los retratos y las epístolas para ensalzar las virtudes de los principales de señoríos y reinados.
Posteriormente, en el siglo XIX y principios del XX, los políticos hicieron uso de una rica oratoria para encandilar a las masas y dirigirse al auditorio mientras sus proclamas se reproducían en periódicos y fotos en blanco y negro. Hasta entonces, quienes ostentaban el poder lo podían ejercer con discreción y sin ser reconocidos. En la actualidad cuenta más el rostro y la celebridad que la competencia de los políticos. No estar en el candelero y emitir percepciones de la existencia constituye la ruina y la pérdida de confianza del partido.
De esta forma, quienes ocupan los primeros puestos de las listas electorales no siempre son los más capaces, sino los más populares y quienes, además, aportan la imagen que se necesita en el momento. Más importante que los programas electorales son las fotos de los elegibles que inundan las calles, el atuendo que visten o el rostro amable del sujeto. El resto se supedita a la visibilidad y a la elasticidad de la imagen del candidato.
Al contrario que hace un siglo, donde el ser capaces había que demostrarlo con ciertas virtudes cultas, en la actualidad se pueder ser mediocre y obstentar un poder inmenso sin antes haber demostrado cualidad alguna. Es más, los parlamentos autonómicos están llenos de auténticos modelos de la pasarela cuyo valor reside en la imagen que proyectan en televisiones o saraos. Poco importa lo que dicen o las contradicciones del discurso, porque lo que interesa es ser popular y reconocido por la gente. Y claro, así nos va.