Gracias a los frecuentes viajes a Checoslovaquia de Kevin Brownlow durante los años 60 - parece que con motivaciones musicales y no en vano es la Orquesta Filarmónica de ese país la que suena en "Winstanley" - hoy podemos ver "Stark love", debut del elusivo Karl Brown en 1927 y perdida hasta que en 1968 Brownlow, historiador además de cineasta, enfrascado por entonces en su ensayo sobre Abel Gance, la recuperó de alguna oscura estancia.
Se supone que una copia del film restaurada circulará en breve, luego de haberse reestrenado en Nueva York a finales de 2013.
Quizá lo más interesante para un espectador actual es que la naturaleza de la película, filmada con alma documental en las "remotas" montañas interiores de California, reducto suspendido en el tiempo para una comunidad atrasada y variante lazybone de las de tantos Sjöstrom o Stiller señeros por esos años, no la separa radicalmente de la producción más memorable del cine americano que le es contemporánea.
El cine "de la cosmética", de la negación de los defectos de los cuerpos, como escribió Alain Bergala, ese que se extremó en Estados Unidos hasta lo sublime en los años 50 mientras crecía (en Italia sobre todo y en cualquier caso siempre encontrando una misma dificultad para "ir más allá", para evolucionar sin perfeccionarse) el que no podía olvidar las imágenes de la guerra recién terminada y buscó denodadamente el realismo, no se había impuesto como mandamiento industrial (colectivo) en el Hollywood de finales del periodo mudo.
Algunos de los directores que filmaron las películas más importantes de la Historia protagonizadas por "gente normal", a veces hasta sin nombre - es el año de "Sunrise", "The crowd" o "The circus" y apenas unos meses las separan de "The wind", "The river", "Beggars of life", "The sorrows of Satan" o "Lonesome" -, parece que hubiesen vivido en
un universo paralelo al de las grandes y elevadas (encerradas)
estrellas individuales como Garbo, Valentino, Pickford, Swanson, Davies, Fairbanks o Shearer.
Gracias a esta milagrosa dualidad, "Stark love" no es un meteorito, sino una más de las películas dinámicas, vibrantes, humanistas, tocadas por la gracia, de su época.
Ni siquiera sorprende que su protagonista, la maravillosa Helen Mundy, no fuese actriz y nunca volviese nunca a ponerse delante de una cámara, un poco porque conecta con esa imposibilidad de perpetuar lo efímero, lo urgente, de la que hablaba antes.
Una salvable distancia de unas pocas docenas de millas hasta la escuela de la ciudad y algún libro, no muy moderno precisamente, abren nuevas posibilidades a esta comunidad, que en eso se diferencia de las que a principios de década (y no siempre estaban situados en el pasado) vimos en "Johan", "Ingmarssönerna", "Fyrvaktarens dotter"o "Synnöve Solbakken", aisladas y condenadas a la tragedia en cuanto se removiese uno sólo de los resortes ancestrales que sostenían sus mundos.
Esa mayor cercanía, no a nuestra cultura (salvo que uno proceda o haya conocido bien un entorno rural muy grosero), sino a nuestra más común memoria cinematográfica, tal vez nos conduzca a pensar que "Stark love" es una ilustración muy simplista del machismo y de la esclavitud de las mujeres, amas de cría y mulas de carga, sin vida privada, simple mercancía.
Ahí es donde las palabras para describirla o defenderla se quedan no cortas, sino en nada.
Realmente hay que ver como Brown filma con un desparpajo desarmante cada una de las situaciones planteadas, cómo embellece un plano, cómo utiliza los insertos, cómo procura encadenados y fundidos para desprenderse de lo superfluo, cómo salva del esquematismo a los diálogos a base de jugar con las miradas, cómo dirige a auténticos montañeros para que se conviertan en personajes, cómo nunca pierde el sentido del humor, cómo su paso de fotograma no desmerece en absoluto y resulta una cuenta que ni pintada para un collar eterno (quizá hasta eslabón perdido, si se atiende a quién empuña el hacha y le lanza al río en la penúltima escena del film) de puesta en escena vitalista y honda que llegará hasta los grandes Ford y Walsh del futuro.
Pocas pistas hay sobre la vida o la trayectoria posterior del longevo Karl Brown - amigo y colaborador de Griffith, fotógrafo de la épica "The covered wagon" de Cruze, realizador de un puñado de series B o C que nadie encuentra ni parece haber visto - para hacerse algún tipo de idea sobre si esta obra excepcional fue un destello puntual o no.