Andrés Linares ha filmado seis películas en cuarenta años, tres en los diez primeros - habiendo codirigido su debut con José Luis García Sánchez, "Dolores" en 1981 - y otras tantas en los siguientes treinta, con largos periodos de inactividad, el último de los cuales ya dura casi una década y parece que será definitivo.
Si nada lo remedia, su nombre habrá aparecido por última vez en un deshilvanado trabajo a cuatro manos de 2012, "Dormíamos, despertamos" (gestada a raíz de las manifestaciones espontáneas del 15 de marzo de 2011 en Madrid) donde su aportación es difícil de calibrar y quizá solo tuvo un cariz paternal, porque poca cosa se prolonga, siquiera nominalmente, del espíritu que levantó su mucho más implicada "Alzados del suelo" en 2004. Una lástima, para los que creyeron de verdad, que hasta esto sea una performance.
De manera puntual, alguna de sus obras tuvo un cierto eco, más apagado si cabe cuando se trató de sus otros films, los de ficción, pero ya se sabe que hace falta que alguien grite para que funcione el efecto y de Linares poco se ha escrito y nada se dice. Como es habitual que sean sus propias palabras las que acompañen sucintamente a cualquier referencia localizable sobre su trabajo, no debe haber sabido venderlo muy bien o no se ha ocupado en absoluto de ello y en España eso es (pecado) capital, con lo que nadie le echa de menos y ahí yacen en bloque todas sus películas, tildadas - puede comprobarse con una breve exploración - como menores o insignificantes. Y, sin excepción, como singularmente conflictivas de filmar, tendenciosas a la postre, oportunistas o inoportunas, que ya es curioso como alguna gente no acierta nunca y ni siquiera ha sido capaz de acompasarse a alguna de las múltiples edades de oro y generaciones prodigiosas que proliferan en el cine español.
El hecho de que pudiera accederse con facilidad a sus películas y circulasen copias adecuadas para poder apreciarlas, que ni una cosa ni otra se dan hoy día, quizá alcanzaría para que se detectaran una serie de constantes temáticas - la traición y la delación, la amistad, el compromiso político, la obsesión por revertir los errores del pasado... - que en el mejor de los casos proyectarían de él una imagen coherente pero apuesto a que insuficiente para que se le pudiese catalogar como autor, ya que la muy heterógenea y en apariencia "utilitaria" estética externa de sus películas impediría mínimos consensos en ese sentido. Por supuesto, de confirmarse ese estatus, su cine se elevaría a una nueva esfera, pero no serviría absolutamente para nada: hay, ahora más que nunca, docenas de autores tan reconocibles y personales como abominables.
"Doblones de a ocho" de 1990 es la película que ocupa el ecuador - que no el centro temporal, vacío - de su carrera y que me parezca la mejor junto a la última en solitario, "La vida en rojo" (2008), no sirve para presentarla como ideal para abrirle a Linares expediente de reputación superior porque está tan marginada como el resto y supongo que tampoco para resumirlo, porque la mitad de cuanto ha filmado es de factura documental. Sí quizá para, apoyándose en la anterior, "Así como habían sido (Trío)", poder trazar una paralela a cineastas contemporáneos y compatriotas mejor apreciados en general pero tampoco muy vigentes ya, directores con una breve pujanza en su mayoría durante un tramo (el inicial casi siempre o uno igual de breve posterior) de sus carreras: Antonio Drove, José Luis Borau, Mario Camus, Manuel Gutiérrez Aragón, Felipe Vega, José Luis Garci o Pablo Llorca. Pero imagino que no va a ser muy útil esta referencia en cuanto se aprecie que tal trayectoria tomó un vector oblicuo, sería cuestión de calcularlo, en su obra límite "La vida en rojo" y ahí se fueron al traste las posibles hermandades con otros, que si no es su destino, lo parece.
Evocación melancólica, quimérico lamento mejor dicho - aunque pueda parecer un contrasentido, pero se trata de algo en buena medida que pudo ser pero no fue - vestigio sentimental sustraído de la mala fortuna, las malas decisiones o la recta inocencia que no tiene camino por delante en un mundo torcido, "Doblones de a ocho" es también una aproximación no marinera, pero al borde mismo del mar, a "Treasure island" de Robert Louis Stevenson y como tal, una fantasía adolescente, solo que a su envés: no contagia las ganas en ningún momento de que se hubiese convertido en realidad.
Comunica en cambio una gran desazón su pequeña aventura iniciática y maldita la hora en que hubo que afrentarla para corroborar lo que todos menos el protagonista ya sabían. No hay bellos perdedores ni gloria en la derrota porque esta, como sucede en cualquiera de sus películas, parte de ella, vive en su enmarañado seno y aún tiene los arrestos para sacar algo en claro sin engañarse.
Los mismos actores y actrices, inolvidables en manos de unos pocos y cromos repetidos en los de la mayoría (Omero Antonutti, Icíar Bollaín, Emma Penella, Luis Ciges, Fernando Guillén padre e hijo, Loles León...), la misma época tantas veces retratada por películas españolas (los años 60, reconocibles por cualquiera), un suceso que apenas valdría para periódicos comarcales... nada extraordinario parece ofrecer esta película de aire aturdido y ensimismado, pero bien escrita, determinada, orgullosa, emotiva y dura, muy dura, devastadora si se complementa con las demás que ha hecho, que deben conocerse para no tener la idea equivocada que puedan dar algunas elipsis sobre los momentos más dramáticos, pues si hay un cineasta que no ha eludido filmar crudamente lo que los demás callan, es este, una y otra vez, señalando lo que muchos vivieron o bien saben y han preferido olvidar.
Tal vez ese atrevimiento es el que ha pagado Linares sin saltarse un plazo, en pesetas y en euros, a tirios y troyanos, con intereses pendientes aún hoy, que tan espuriamente como de costumbre, nos dicen que todo ha cambiado y ¿acaso alguien lo duda? a los que olvidaron también los olvidarán.