Seré el único
“You must learn to conceal your special gift and harness it until the time of the gathering.” Juan Sánchez Villa-Lobos RamírezAunque era un agente bien entrenado, perdió estabilidad en la carrera cuando un balazo le cortó el flanco derecho del cuello; atinó a cubrirse la herida y contraer los hombros antes de que su cuerpo atraviese ya sin cálculo la ventana de cristal, trazando en la caída una estela que tajó la noche como un relámpago de vidrios, hasta que su cara dio de lleno contra el pavimento. Estaba afuera. Había oído la fractura de su esternón. En la víspera, representándose este escape -subsiguiente al experimento- lo imaginó más digno pero menos elegante. Despegó su cara de la calle, vio sangre y carne adherida al cemento; prefigurando el asco se llevo la mano a la cara y al cuello. Nada. Sangre en la ropa blanca de conejito de indias a la altura del pecho, ninguna herida. “¿Finalmente estos yanquis inventaron algo que funciona?” Más detonaciones; aún arrodillado e impresionado alzó la vista: tres guardias le disparaban desde la ventana rota. Miró a la esquina, el auto ocre aguardaba con los contactos de fuga a bordo, desde un asiento trasero el parpadeo de una linterna lo confirmaba. Se incorporó con dos movimientos bruscos y reanudó la carrera; las balas le mordían piernas y lomo como hachazos de fuego. Su espalda sonaba como un tambor mojado ante los impactos. Pero nada. Subió al auto. “¡Marcos, imposible! ¡todos esos disparos!”. “¡Cállate Jaime! ¡Pedro, a toda marcha, el misil estará por caer!”.
Mediaban el Puente Heather cuando la explosión convirtió Laboratorio Bournes en una fogata gigante y él abrió la puerta y se lanzó al río. El segundo escape había comenzado. Ahora huía de los suyos, como lo planeó desde un principio. “Seré el único”. A los cuatro minutos nadando en lo profundo del agua helada advirtió un segundo beneficio: no necesitaba respirar. A la media hora, un tercero: sus neuronas eran máquinas implacables que podían escarbar el tiempo; vio los dos elementos faltantes en la ecuación que lo desvelaba desde la infancia: su padre, su madre, el engaño, el puñal, el grito, el incendio; vio el futuro: a cien años, ambas potencias se habían diezmado y él amaba con ímpetu a la última mujer sobreviviente. Texto: Juan Ramón Ortiz Galeano