El efecto Pigmalión, en psicología y pedagogía, se refiere a la potencial influencia que tiene una persona acerca de otra, ejerciendo en el rendimiento de esta última. Pero el origen de esta idea se basa en una historia romántica que Pigmalión, personaje mitológico de la antigua Grecia, sufre, por no encontrar a la mujer ideal con la que contraer matrimonio, optando por recrearla en escultura con sus propias manos. Así es como llega a enamorarse de una de sus creaciones, bautizandola con el nombre de Galatea. Cuando la diosa Afrodita conoce la pasión desmedida de nuestro personaje, decide concederle la encarnación de su sueño y transformar esa inerte y fría mujer de piedra en mujer de carne y hueso, otorgándole su derecho al amor.
Este mito tuvo diversas representaciones en teatro y cine. Una de las obras teatrales más populares basadas en el relato, bajo el título de “Pigmalión”, fue escrita por el irlandés George Bernard Shaw en 1913. Nobel literario años más tarde.
En la historia de Shaw, que transcurre en Londres, cambian un poco las tornas. Profesor de fonética, conoce a humilde chica florista. Proponiéndose firmemente, transformar a la inculta dama en una mujer de clase en tan sólo 6 meses. Como ya sabemos, esta recreación se llevó también a la gran pantalla en 1964 de la mano de George Cukor con el título “My fair lady”, descubriéndonos a una encantadora y tierna Audrey Hepburn.
Pues bien, lo que este mito viene a decirnos, no es otra cosa que, “una profecía auto cumplida es una expectativa que incita a las personas a actuar de manera que hacen que la expectativa se cumpla” o lo que es lo mismo, “aquello que piensa un sujeto sobre otro puede tener influencia sobre el desempeño de este segundo individuo”.
En materia educativa y laboral se argumenta y utiliza esta teoría para llevar al sujeto que aprende o que debe ejercer unas funciones concretas, a unas expectativas elevadas. Tarea que requiere de un instructor o líder al que seguir, que adoctrine, motive e impulse. No se puede dar uno sin el otro.
En círculos más amplios, familiares, amistosos o incluso hasta sentimentales, también se puede llevar a la práctica. Pero si además de esta acción ¿utilizamos otra de refuerzo? ¿Quizá el ejemplo?
Cuando un padre, un tutor o uno de los miembros de la pareja se pregunta: ¿dónde me estoy equivocando? si no consigo los resultados esperados con mis hijos, mis empleados o con la persona que amo, a pesar de mi empeño. Quizá deberíamos hacer una introspección de qué es lo que reflejamos en ellos.
Si partiésemos de la valiosa intención de alentar y valorar y “predicar con el ejemplo”, quizá todo fuera más fácil y lográramos aumentar las probabilidades de éxito. De poco o nada valen las instrucciones si no hay un comportamiento ejemplar en el que inspirarse. Estaremos de acuerdo en que un modelo a seguir es mucho más didáctico y fructífero que veinte kilos de tomos repletos de teoría. Necesitamos ilustrarlo. El ejemplo es tan importante como la enseñanza y el grado de confianza que otorgamos en ello. Y quizá esta sea la versión más ilustrada.
Los modelos a imitar son básicos desde la niñez, importantísimos en la adolescencia y no menos útiles y extensibles, aunque mucho más reflexionados, a la etapa adulta.
Ese folio en blanco del comportamiento, que somos todos en nuestra infancia, ha de plasmarse con conductas ejemplares, sensibilidades acertadas, empatía y educación. Más tarde, cuando la persona esté más formada, entrarán otros valores a jugar su papel: responsabilidad, sinceridad, nobleza, positivismo, carácter crítico…
Pero con todo y con esto, no esperemos que surja el milagro por obra y gracia del espíritu santo. Es un trabajo que se hace desde el íntimo círculo familiar y desde la más temprana edad. No pretendamos formar jóvenes perfectos desdeñando, esos valores tan necesarios, desde la figura paterna y materna. Ser padres es guiar vidas. Es ser estudiados y analizados bajo una lupa y una mirada crítica que ansía y necesita conocer de primerísima mano qué valores aplicar en su vida y cuáles descartar. Contad siempre con que el colegio no son los padres y los profesores no los han traído a este mundo.
Dejemos entonces de criticar a la juventud como si no la reconociéramos en nosotros mismos, como si su comportamiento no fuera el resultado de la mano que les guía. Son víctimas de nuestros errores y reflejo de nuestros aciertos. Autónomos y libres sí, pero también un producto artesanal nuestro. ¿Qué vieron en nosotros que falló? ¿qué no fue lo más acertado para llevar un camino que ahora nosotros criticamos y vemos tan lejos de nuestra intención?
Nos restamos responsabilidad haciéndonos creer que únicamente las malas compañías, las tecnologías o un exceso de libertad son la razón de ese desvarío. No nos resistamos a admitir, que quizá afinando con otro modelo más acertado y coherente de lo que esperan de nosotros, obtengamos mejores resultados.
Nosotros los humanos siempre buscando la paja en el ojo ajeno…
Y luego diremos: ¿Pero tú a quién sales?
