Mientras la lluvia golpea el velux de mi habitación, pienso en castillos medievales y criptas góticas. Calor y manta: la gloria. Cierro los ojos e intento escuchar la radio. No me gusta ese programa en el que la gente llama para contar sus penas; me da mal rollo desde un día que llamó una mujer que estaba enamorada de su hija. Tía, estás enferma. Prefiero dormirme escuchando que Messi ha batido un nuevo record o que Mourinho ha inventado la penicilina. Pero lo que de verdad me ayuda es pillar un libro; al poco de abrirlo me quedo sopa. La noche menos pensada me haré un esguince en el cuello por las cabezadas que pego, sino acabo muriendo axfisiado con mi nariz hundida entre las páginas. Es lo que tiene vivir al límite.
A veces sueño. Los expertos aseguran que todas las noches soñamos aunque luego no lo recordemos. No hay que fiarse demasiado de los expertos porque dicen muchas cosas. Por ejemplo, afirman que soltamos una veintena de ventosidades diarias, lo que es tan fascinante como el hecho de que alguien se haya dedicado a contarlas. No soy muy fan de los sueños (ni de las ventosidades), porque lo mires por donde lo mires siempre sales perdiendo: si es un sueño guay, en el que te ligas a una maciza o te toca la lotería, cuando te despiertas te sientes una mierda; si es un sueño chungo, como que la Tierra es asediada por meteoritos o que un psicópata te persigue y no puedes correr, al despertar sientes una angustia que no es compensada por el hecho de que nada haya sido real; y si es un sueño estandar, en el que no pasa nada en especial pero nada tiene sentido, peor aún, porque te sientes como en una película de David Lynch, y eso puedo dejarte más trastornado que la peor de las pesadillas. Además, últimamente me cuesta distinguir si he hecho algunas cosas o las he soñado. El otro día me quedé de piedra cuando me dijo mi madre que yo no había salvado la Tierra de un ataque zombie. ¿Seguro?
Hay noches en las que escucho el programa de Iker Jiménez. Bienvenidos a la nave del misterio. No me mola mucho: todo el día metiéndonos miedo con bichos de ojos verdes que nos miran desde los pies de la cama, Chupacabras que se comen a las vacas, espíritus que no tienen otra cosa que hacer que dejar mensajes grabados en los contestadores...Pero lo que sí me mola son las leyendas urbanas; ya se sabe: la chica de la curva, la pareja de recién casados que se quedan sin gasolina en medio de Pajares y les ataca un loco escapado del manicomio, Ricky Martin y la mermelada... La mejor leyenda urbana es la de María la paralítica: si dices su nombre tres veces delante de un espejo vuelve de entre los muertos (o de donde vivan los monstruos de las leyendas urbanas) y te mata, como Candyman. De pequeño, cuando subía en un ascensor con alguien que me caía mal, decía su nombre por lo bajo y me piraba; la muy puta además de paralítica debía de ser sorda. Otra versión es la que dice que viene arrastrándose hasta tu cama y te chupa los dedos, como un perrito, hasta que te despiertas. Yo siempre me he preguntado por qué nos da miedo esta historia. Si fuese María la terminator, vale. Pero la tía es paralítica. ¿Qué cojones te va a hacer si es un puto tronco reptante? Después del susto inicial le podrías curtir a hostias, como a un puching ball.
En mis desvelos nocturnos también pienso en la muerte y me entran sudores fríos. Me gustaría creer en Dios y en la vida más allá, pero no puedo. Y no soy un escéptico. La gente piensa que el escepticismo es no creer en nada, y es justo lo contrario: el escéptico es que lo pone todo en duda. Además, yo si creo en algo: en Bunbury, en Gaurdiola y en Monica Belluci. In nomine patris, et filii et Spiritus Sancti. Amén.