Casi ningún elemento previo hace de "No sad songs for me" un film atractivo.
La dirige un cineasta, Rudolph Maté, con la vitola de director de fotografía que se pasaba a la dirección, en el futuro irregular realizador y habitual responsable de películas complementarias de otras más brillantes en sus respectivos géneros, por entonces cuasidebutante y no precisamente un especialista (no había filmado ninguno en realidad) de melodramas.
La protagoniza una pareja muy inusual (Wendell Corey y Margaret Sullavan), no repetida y de esas que se tachan a priori como "sin química" - midiendo varias de las cosas más físicas y palpables que existen: la armonía, el acompasamiento, la credibilidad juntos - sin gran atractivo físico ni currículo como galán o héroe él, semirretirada de la gran pantalla desde antes de cumplir los cuarenta años ella: qué lejos parecían ya "The shop around the corner" o sus grandes papeles con Frank Borzage.
Tampoco los secundarios pueden crear grandes expectativas: Viveca Lindfors aún sin sitio en Hollywood, Natalie Wood, creciendo delante de las cámaras, más repipi ya que pizpireta, John McIntire como médico, algo desubicado entre mil personajes en westerns, Jeanette Nolan recién empezando a volar sola del Mercury Theatre de Welles pero encasillada instantáneamente como Lady Mcbeth, etc.
Trata un tema como el de la enfermedad terminal, a menudo penoso, mendigo de lágrimas y enmendador de todas las malas conductas propias y ajenas, sociológicamente trascendente, un campo libre para sonrojos y licencias de todo tipo aprovechando las circunstancias.
Es un film lógicamente cuadrado, bien fotografiado pero de aspecto bastante gris cromáticamente, más sobre la familia que familiar (en el sentido de poder concitar la atención de cualquiera de sus integrantes), que apenas se centra en otra cosa que rutinas, sin lucha pues la batalla se ha perdido sin saber ni que tenía lugar, estático excepto en su epílogo.
Tiene sólo dos bazas, sobre las que tampoco habrá gran consenso: la música de George Duning, siempre infravalorado y un guión - nada parecido a una garantía, tantas veces malogrado por tantos - de Howard Koch, recién salido de "Letter from an unknown woman" nada menos y en el pasado autor de otros tan o más emblemáticos.
Habrá que concluir entonces que "No sad songs for me" es un milagro.
Desde que se pone en marcha la proyección hasta su último plano tomado desde una grúa, una de sus múltiples rimas, salva inverosímilmente todos los posibles puntos de fuga y las abundantes trampas que esperan en el camino, para convertirse en un ejemplo supremo de control y composición y por encima de todo en una conmovedora y reconfortante obra.
Pocas películas tan geniales en el haber de un director "sin genio" y (más justamente) un equipo con tan pocas "estrellas", pocos protagonistas y pocos castings más extraordinarios, pocos temas mejor y más originalmente tratados, pocos blancos y negro más estilizados y adecuados y como era más previsible, pocas bandas sonoras más inspiradas y pocos guiones más inteligentes.
Y lo mejor es que no se trata de una clave, una pequeña fórmula ideal encontrada sobre el papel o sobre la marcha y aplicada eficazmente.
Si fuese así nunca llegarían escenas tan inolvidables, evolucionadas y audaces como la del desayuno de la noche de fin de año, ese beso inenarrable con que Mary se despide de su padre, un primer plano asombroso en que Brad le confiesa que se ha enamorado de la bonita delineante Chris sin dejar de quererla a ella (flechazo antes dado a través del visor de un medidor topográfico) o toda la parte final en México.
Semejantes decisiones aparecían porque diseminada en pequeños detalles, como el efecto provocado por la cola de un cometa, estaba esparcida la influencia de multitud de grandes obras del cine americano que habían alimentado un imaginario que ya nada debía al teatro o a la literatura, que ya pertenecía sólo al cine.
En las imágenes de "No sad songs for me" están Lubitsch y McCarey, Capra y Ford, Wyler o Borzage, nativos y extranjeros, metódicos e improvisadores, pero, más aún, un trabajo y unas ideas que residían en técnicos de toda clase.
Ese mismo año de 1950 sin ir más lejos, otra mujer, la Mrs Miniver de H. C. Potter, disipados los nubarrones de la guerra, recibe parecida noticia a la que dan a Mary y discretamente también se retira a un
segundo plano sin ajustar cuánto le debe la vida.
Imagino que pocos estaríamos capacitados para reunir semejante valor, pero qué realista y hasta lógico resulta en pantalla todo cuanto Mary hace o dice, que se sienta libre, que pase quizá algunos de los días más plenos de su vida, que esté agradecida por cuanto
vio y sintió pero no se halle investida de sabiduría alguna - no da un
consejo ni redobla la atención a lo que los demás dicen como si hubiese
carecido de tacto o intensidad en el trato con ellos - sin detenerse, no
tiene tiempo, a hacer lo que nunca hizo.
Y mirando al futuro, varios elementos de este arquitecto que incorpora Wendell Corey servirán para construir a los que encarnarán Kirk Douglas y William Holden en dos obras maestras filmadas por uno de los actores del reparto de "No sad songs for me": "Strangers when we meet" y "The world of Suzie Wong" de Richard Quine en 1960, ambas con (sublime) música de Duning por cierto.