El jardín del Edén, de Briton Rivière
REDENCIÓN
Sophie lo intentó todo para que su querido amigo Gilbert abandonara su empeño en autoaniquilarse. Durante los paseos que asiduamente daban por el Bosque de Vincennes, ella trataba con toda su alma de hacerle recapacitar. Pese a su insistencia, procedía con tal delicadeza que lejos de provocar hastío o rechazo en el joven, lograba conmoverlo por el afecto incondicional que le demostraba, y que sentía inmerecido, ya que la decepcionaba constantemente al no reunir las fuerzas necesarias para llevar a cabo sus prudentes consejos.
Un día Gilbert desapareció sin avisar. Sophie recibió una breve carta sin remitente en la que reconoció la letra de su amigo.
Me voy porque no deseo ver como sufren por mi culpa las personas que me quieren bien. Tú eres una de ellas; has sido buena conmigo y muy paciente. No sabes cuánto te lo agradezco. Me he convencido de que la mejor manera de demostrártelo es quitándote de encima este peso que a mí me corresponde llevar, y al que he de enfrentarme a solas. Si triunfo, nos volveremos a ver; de lo contrario, te ruego que me olvides ya que no me mereceré otra cosa.
Plegó la carta con cuidado y acarició el sobre, que introdujo en un cajón del escritorio. Pensó que su equivocado amigo era sin duda, una buena persona. Tan buena que quería evitarle el espectáculo de su decadencia.
Transcurrieron catorce meses sin tener noticias del joven. Sophie mantuvo la costumbre de pasear por el Bosque de Vincennes, ya fuera acompañada o en solitario. Muchos de sus rincones le recordaban los momentos que Gilbert y ella protagonizaron en ellos. A veces recorría el parque con la esperanza de tropezarse con él. Otras lo daba todo por perdido y no lograba mantener la serenidad de ánimo, se veía obligada a secar las incontenibles lágrimas con un pañuelo.
Una tarde neblinosa al sacar el pañuelo del bolso se le cayó uno de sus guantes, siendo recogido por un caballero que pasaba cerca. Ella le dio las gracias y al apartarse el hombre con un gesto cortés, en su campo de visión apareció otro que se aproximaba a ella con decisión. Su voz sonó cálida y nerviosa.
—Hola, Sophie.—Gilbert...—¿Piensas quedarte ahí pasmada, sin darme un abrazo siquiera después de tanto tiempo?—¡Cielo santo, Gilbert! Yo... ¿Dónde te habías metido? —Donde no pudiera perjudicar a nadie, Sophie. Y menos que a nadie, a ti.
Ella le tomó una mano entre las suyas y la apretó, mirándolo con tanta dulzura que él se sintió turbado. El rostro de Sophie era todo compasión y alegría. Sumergido en sus ojos comprendió que la amaba. Y en ese mismo momento, comprendió de dónde había sacado las fuerzas para luchar. Decidió allí mismo que su próximo reto sería transformar esa mirada. Quería que su amiga dejase de ser solo eso, que le mirase como lo hace una mujer enamorada. Y estaba seguro de que el nuevo Gilbert, que había vencido a la muerte, podría conseguirlo.
Cuadro: El jardín del Edén, de Briton Rivière
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