Revista Educación

Seriedad ante todo

Por Siempreenmedio @Siempreblog
Una de las últimas actuaciones de Gila, en el Club de la Comedia.

Durante buena parte de mi infancia padecí un grave problema. Mientras mis compañeros de colegio disfrutaban de su trepidante montaña rusa de llanto y risa, de alegría y tristeza sin sentido, mi vida de niño se vio abocada a la más aburrida de las calmas. “Es un chico muy serio”, me decían. No sé cuántas veces tuve que escuchar esa frase. A la gente mayor solía parecerles una persona madura para mi edad. Con diez años me encantaba salir a pasear por las tardes y sentarme a leer el periódico en el parque, jugando con una pipa de fumar entre los dedos. Los sábados a las siete, en vez de subir corriendo a casa a ver V, aprovechaba que todos los niños se marchaban para disfrutar del silencio vespertino leyendo y anotando a James Joyce. Usaba pijama de botones, batín y babuchas a cuadros, desayunaba un huevo pasado y después de la ducha me salpicaba la cara con Old Spice. Los adultos se sentían cómodos conmigo, desconocedores de la pesada carga que arrastraba en silencio: la incapacidad de descojonarme con facilidad.

Hubo una época en la que imaginé que de mayor sería como el señor de la hamburguesería Pachá, en la calle Heraclio Sánchez de La Laguna, o como el dueño del Zeppelin, otro establecimiento similar de Bajamar. No he visto a ninguno de los dos sonreir en veinte años de servicio. Eran los Vincent Price de la ciudad y yo iba por el mismo camino. Llegué a verme como Eugenio, en un funeral permanente, o como una especie de Darth Vader incapaz de lanzar hasta una carcajada de maldad.

Con el paso de los años aprendí primero a sonreir, luego a reír y finalmente a partirme la caja sin contemplaciones. Estaba claro que iba a ser así. Mi abuelo Melchor era también un tipo serio, pero eso no quitaba que de vez en cuando se meara de la risa a grito pelado. Y eso sucedía, casi siempre, cuando veía en la tele a Gila, uno de los grandes del humor. En esos momentos no podía parar. Era empezar a contar chistes y él ya estaba llorando. A veces, cuando nos quedábamos a dormir en su casa los fines de semana, podíamos escuchar desde la cama sus carcajadas en el salón, seguidas por las de Isabel, mi abuela, y después por las de mi hermano y las mías en el dormitorio. Porque lo mejor de todo, sin duda, era la manera en que se contagiaba esa risa: ver descojonarse a alguien que no suele hacerlo a menudo es casi un acto mágico, como un virus que te invade y te hace cosquillas en el estómago hasta que no puedes aguantar más.

Y es que los serios reímos poco, pero cuando lo hacemos es de verdad.


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