No hace falta ir a Norteamérica para encontrar asombrosos cañones, ni a Sudamérica para disfrutar del mejor chuletón de buey: en el cogollo central de nuestra sufrida piel de toro, en pleno corazón de la serranía de Cuenca, hay parajes que harían palidecer de envidia al foráneo más chauvinista y se crían ganados cuya carne puede satisfacer el paladar más exquisito. ¿A qué buscarlo fuera? Como tantísimas otras cosas, ¡las tenemos aquí!
Los embalses de Entrepañas y Buendía formaban parte del “cancionero” geográfico en mis tiempos de escolar, cuando aún se estudiaba la geografía de España en todos los colegios, de la provincia o región que fuesen. Así que, habiendo pasado la noche en Pastrana, apenas a veinte quilómetros de los pantanos, ¿qué cosa más natural que darme una vuelta por estos embalses y seguir disfrutando de la moto y el buen tiempo? Así conocería de primera mano lo que hace cuatro décadas era sólo un fragmento de una aburrida letanía.
Pastrana, calentándose hacia el sol del mediodía
La mañana, soleada y hermosa, saca resplandores moriscos a un Pastrana que mira hacia el sur. Pese a este cielo sin nubes, aún no ha entrado la primavera y sobre la moto se conoce el fresco invernal.
Toca la carretera momentáneamente al inevitable río Tajo, castellano omnipresente, ya insultado desde tan arriba por la central nuclear José Cabrera (¿por qué ese silencio mediático en torno a las nucleares?), y lo reencuentra un poco más allá junto a las curvas (ágiles, sabrosas y firmes bajo las gomas de Rosaura) que culminan en la presa de Entrepeñas, donde el valle hace cañón. ¡Aquellos pantanos de Franco, el maldecido! El único español en la historia que ejecutó a sus enemigos, según nos enseñan ahora.
Hay en el extremo sur de la presa un lugar donde apartarse, con un pequeño parquecito y un mirador que da impresión, en voladizo como está sobre el vacío de la garganta medio en sombra. Abajo se ven correr, chiquitas, las aguas del Tajo que deja escapar el aliviadero.
Vista desde la presa de Entrepeñas
¿Y luego qué? Pues me mantengo sobre la nacional 320 (Guadalajara-Cuenca) y luego, antes de llegar a Cañaveras, me desvío en dirección este hacia Priego y Cañamares, al mero corazón de la serranía. Aún la carretera es buena, pero ya más estrecha y de curvas muy lentas. Me paro en Poyatos a tomar una caña y una tapa. ¡Qué pueblo! Pequeño, rústico, en medio de una tierra lueñe y agreste. Hablo unos minutos con un hombre mayor, de edad suficiente para permitirse una franqueza total porque a nadie necesita ya impresionar. Aunque esté tan apartado –me dice– mucha gente viene más adelante, de veraneo, o para coger hongos. Pero aún es pronto. Me hace gracia lo de los hongos, pero bien pensado, ¿por qué no? A menudo se habla en los pueblos con más propiedad que en la capital. Me despido en el bar al marcharme y todos responden.
Ahora toca el peor tramo de la carretera: de Poyatos a Santa María del Val y más allá, hasta enlazar con la que viene de Beteta. El asfalto está muy deteriorado, lleno de baches y con mucha gravilla traidora que puede costarle un disgusto al motero que no vaya con cien ojos. Entretanto el día ha ido nublándose, y está el cielo del todo cubierto cuando paso Lagunaseca y Masegosa. Hemos ido ganando altura, y parece como si en uno de estos repechos pudiera tocar las nubes con la mano. En algunas zonas el asfalto está medio húmedo, como de lluvia reciente. La vía discurre un trecho por la cresta de la sierra y me sorprende encontrar aún parches de nieve dispersos por el campo, en las umbrías, en las cunetas, bajo algunos árboles…
Mapa de esta ruta: desde Pastrana hasta Uña
De repente, tras una curva, veo a mi derecha un refugio en un claro del monte que me provoca un dejá vu: ¡aquí he estado yo antes! Dejo la moto a un lado para acercarme a curiosear y, a medida que avanzo, unos nítidos recuerdos van emergiendo espontáneos, sin el menor esfuerzo, de un rincón en la memoria que –habría jurado– no contenía nada: pues sí, por aquí pasé hace más de treinta años, cuando era aún chaval, yendo de excursión mochilera con mis amigos. Buscábamos perdernos en lo más intrincado del monte y no nos guiaba otro criterio que el de alejarnos en lo posible de cualquier lugar habitado. ¡Qué tiempos! Éramos entonces jóvenes, fuertes y guapos, pero no lo sabíamos.
Hay en el refugio unos chavales que me miran con un recelo que es más bien hostilidad. Junto a la redonda y chata construcción de piedra hay un coche. Estos excursionistas de hoy en día ya no valen para nada. Les pregunto por el nacimiento del río Cuervo y me dicen que es más abajo, así que vuelvo hasta Rosaura y continúo. Sólo unos quilómetros más abajo doy con el visitado lugar, que también entonces quisimos conocer pero que al final no pudimos. Uno de nosotros se había lastimado seriamente un tobillo y hubimos de regresar a casa. Pero fíjese usted por dónde, sin haberlo siquiera planeado voy a subsanar hoy aquella omisión. Dejo la moto en la explanada, donde hay bastantes coches y gente ocupando los merenderos, y tomo la senda señalizada, que aún está nevada a tramos. El recorrido es muy bonito, otro de tantos parajes que no tienen nada que envidiar a lugares parecidos en el extranjero. ¿Es Noruega? No: es Cuenca.
Nacimiento del río Cuervo
Bueno, más que “parecidos” debería haber dicho “similares”, porque lo que es yo, nunca he visto nada como esto en mis viajes por ahí. Estas formaciones cársticas y el agua derramándose en pequeñas cascadas entre la vegetación no me la he encontrado en parte alguna. Las fotos, por desgracia, no me han quedado muy favorecidas y no le hacen justicia a la hermosura del lugar.
Pequeñas cascadas junto al nacimiento del Cuervo
Según visito el nacimiento del río, que cae al extremo de la marcada senda, la tarde ha ido despejándose otra vez; parece que las nubes quedaron atrás, prendidas en los riscos más altos, y ahora brilla el sol a ratos con una fuerza que ya viene anunciando la primavera. De regreso al aparcamiento, me planteo que es hora de buscar dónde pasar la noche, así que marcho carretera abajo y enseguida llego a Tragacete, un pueblo con varias hospederías muy aparentes que, no obstante, parecen haberse puesto de acuerdo en cerrar hoy; sólo el hotel está abierto, pero se me antoja un lugar desangelado y frío, como la acogida que me depara la señora a cargo, así que decido seguir.
Y mucho me alegro de haberlo hecho, porque al sur de Tragacete me esperan dos agradables sorpresas: Huélamo y las hoces del Júcar.
Huélamo (foto by Google)
Huélamo es, sin duda, uno de los lugares más pintorescos que he visto en mi vida (que es mucho decir); y aunque por mala suerte no me puedo hospedar allí (la dueña del único hostal anda de paseo y los vecinos no saben cuándo va a regresar), me lo apunto para una futura escapada, porque me he quedado con las ganas. Es un pueblo sobre el lomo de un cerro, al pie de un risco, que domina hacia poniente, libre la vista de obstáculos, un paisaje rural lleno de carácter; paisaje que, de algún modo, parece también anticipar lo que el viajero encontrará si continúa río Júcar abajo: las hoces.
Aquí una vez más me sale al paso un término aprendido en mis tiempos de bachiller, esta vez en la asignatura de ciencias naturales, del que nunca supe hacerme cabal idea: ¿qué eran esas hoces geológicas de que hablaba mi libro? No hay como ver para comprender: una hoz es la angostura que forma un río entre dos sierras, o en un valle profundo; y, aunque en el caso del Júcar hace a modo de curvas alternadas a derecha e izquierda como si fueran hoces puestas en hilera (que es lo que a mí me despistaba en la adolescencia), ambas palabras no tienen nada que ver: aquélla proviene de faux-faucis (garganta) mientras que ésta lo hace de falx-falcis (hoja curvada). En fin: cualquiera que sea su nombre, es un paraje espectacular en que alternan el verde de la vegetación y el anaranjado de la roca arcillosa, el lecho horizontal del río con los taludes verticales del cañón, la fuerte luz de las solanas y la relativa oscuridad de las umbrías. Son veinte quilómetros impresionantes en los que el motorista ha de escoger entre dos alternativas tan apetecibles como incompatibles: o disfrutar del paisaje, o de las divertidas curvas que hace la carretera persiguiendo al río; una u otra cosa, pero ambas a la vez no puede ser. ¿Estoy en USA? No: es Cuenca.
Aún no ha acabado el Júcar sus hoces cuando, de repente, aparece Uña junto a una pequeña laguna que lleva su mismo nombre. Y este modesto pueblo, del que no recuerdo haber oído jamás, viene a proporcionarme una triple carambola que remata mi jornada a la perfección: un excelente entorno para engranar una serie de estupendas fotografías, un hotelito tranquilo y acogedor, y el mejor chuletón de buey que he provado en mi vida.
Laguna de Uña y hoces del Júcar
Respecto a lo primero, para muestra un botón. En cuanto al hotel, una atención amable y familiar, con el añadido de una enorme chimenea en la zona común, a cuyo calorcito te quedas dormido si te descuidas. Y del chuletón, ¿qué decir? Como la mayoría de esos lugares entrañables y modestos, el asador Zaballos no tiene siquiera una página web; no es más que uno de tantos restaurantes de carretera como hay dispersos por el mundo, y nada externo hace sospechar que en él sirvan una carne tan exquisita.
Aunque de pocas palabras, el muchacho que atiende la barra es un tipo amable. Le pido un vino con algo de roble y no sé qué me sirve, pero me encanta. Luego le encargo el chuletón (poco hecho, por favor), que según la pizarra es la especialidad de la casa, y cuando al cabo lo veo llegar me arrepiento: es enorme, y viene con guarnición de riquísimas patatas fritas caseras. Enseguida comprendo que no me lo voy a acabar; con un poco de suerte lo dejo a medias. Pero en cuanto le hinco el diente se me rinden las papilas gustativas: viene en su punto, tierno, jugoso, sabrosísimo. Saboreo cada bocado despacio, con fruición, y poco a poco va la pieza mermando. Cuando quiero darme cuenta, el buey ha desaparecido del plato con guarnición incluida, y casi me quedan ganas de otro trozo. ¿Estoy en la pampa Argentina? No: estoy en Cuenca. No busques más: ¡lo tienes aquí!
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