Quizá entre Joan Manuel Serrat, premio Princesa de Asturias de las Artes, y yo, deba haber algo personal. No tanto como lo que hace tiempo expresó su ácida letra en una canción que lanzó, en 1983, dentro de su álbum ‘Cada loco con su tema’. Casi a finales del verano del año siguiente, el cantautor catalán vino a la Región para actuar en las fiestas de Molina de Segura. Lo desperté a mediodía, en su hotel de Murcia, tras cantar la noche anterior en Alicante, para entrevistarlo por teléfono en la radio. Me atendió con amabilidad, a pesar de ello.
Hablamos entonces, entre otras cosas, de su amistad con José María Galiana, aquel otro cantautor que recuperó la poesía del exiliado archenero Vicente Medina, poniéndole música, y que hoy permanece casi en el olvido. Me refiero a Galiana, que murió hace cuatro años en plena pandemia por coronavirus, en una residencia de mayores en la que estaba ingresado debido a lo avanzado de su alzhéimer. Tenía 75 años y dejaba tras de sí un legado musical en el que también poetas como Miguel Hernández, Eliodoro Puche o Julián Andúgar, entre otros, tuvieron su lugar.
En diciembre de 2021, el Teatro Circo de Murcia acogió un homenaje al cantautor fallecido. Lo organizó la asociación Murcia Folk y contó con el apoyo del Ayuntamiento de la capital. Allí estuvieron el arreglista de Serrat, que también trabajó con Galiana, el barcelonés Ricard Miralles, y el abaranero José Parra Molina, su primer mánager, toda una institución que aún puede contarlo a sus 88 años de edad.
Hace dos años, Serrat inició en la Plaza de Toros de Murcia una gira de despedida de los escenarios españoles, tras hacerlo en varios países de Latinoamérica. Solo accedió a conceder una entrevista esa tarde y yo tuve el privilegio de poder hacérsela, para firmar luego una pieza en el Telediario de TVE. Volvimos a hablar de su amigo Galiana: “Guardo de él muchos recuerdos, muy buenos y entrañables. Los que uno puede guardar con un amigo con el que ha compartido cosas muy entrañables en la vida. He compartido un oficio, una relación familiar con él, con Mercedes y con sus hijos. Lo que conozco de esta tierra y de sus delicias lo conozco por los amigos que aquí he tenido. Y sobre todo por José María Galiana”, me dijo a pocos minutos de salir a escena.
Meses antes del homenaje antes citado en el teatro de la calle Enrique Villar, su hija Noemí reconoció a Pura Hernández-Gil, durante una entrevista, que a su padre le costó mucho aceptar la enfermedad. Y que una vez que fue consciente de ello comenzó a hacer planes, como volver a ver el mar, visitar pueblos, comer con amigos o ir a los toros. Noemí confesó entonces que le hubiera gustado saber qué sintió su padre cuando le diagnosticaron el alzhéimer, pero que no se atrevió a preguntárselo: “Lo que pensó cuando supo que acabaría sus días siendo otra persona”, explicó conmovida.
Resulta evidente que, por las circunstancias que rodearon aquella pérdida, Galiana hubiera merecido algún reconocimiento de mayor fuste. A su bagaje cultural se unió su bonhomía. El maestro de periodistas que fue Pepe García Martínez despidió así al amigo con una sentida Zarabanda en La Verdad: “Casi al alba de un Aute también ido, un Domingo de Ramos sin ramos, tomó la palma y (a los sones del pasodoble que le hizo al torero solícito que fue Cañitas) emprendió su viaje a las estrellas”. ‘Un pito y una espada’ tituló aquel singular obituario, jugando con la estrofa de ese himno oficioso que Galiana dedicó al bullicio del Entierro de la Sardina. “Una verdad como un soplo”, tal que nos dejara dicho el que fuera pastor de cabras y de sueños en el campo de Orihuela.