Revista Sociedad
El idioma inglés y la cultura anglosajona tiene la estimulante tendencia de introducir habitualmente algún elemento de ironía en la denominación de las cosas, las personas y las situaciones.
Así, a los políticos, a los diputados (MP = Member of the Parliament), el Gobierno o los propios funcionarios, les denomina genéricamente Public Servants (Servidores Públicos). Una denominación que invita a la modestia y a la humildad y que lleva la profesión de político a su dimensión auténtica y genuina.
La única razón de que tengan que existir Gobiernos y Parlamentos somos los ciudadanos y la propia sociedad. Como cada cual tiene su propia actividad y empeño, se requiere que existan algunas personas que, desde un punto de vista técnico, ejecuten lo necesario para que la dirección que quiere llevar la sociedad y sus ciudadanos, expresada habitualmente en las urnas, se convierta en una realidad.
Como españoles, somos pasajeros de un barco gigante que manifestamos el 28A nuestra voluntad de avanzar en una cierta dirección. A partir de eso, el capitán, el timonel y el resto de la tripulación tiene la obligación técnica de mover al barco en esa dirección.
Para la desgracia de los ciudadanos y ante la confirmación de que Platón tenía razón en que los sabios no tienen ningún interés ni ninguna vocación de ponerse al timón, una raza menor, la de los políticos, se ha hecho con los mandos de la sociedad. La llamo menor por el hecho de que sus motivaciones casi únicas tienen que ver mucho más con intereses personales o de grupo (partido) que no con una real vocación de servicio a sus semejantes. Vamos, que lo de Servidores Públicos es una denominación que se ajusta más bien muy poco a la realidad.
Lo cierto es que, por diversas circunstancias, los ciudadanos les hemos ido cediendo este protagonismo que no debería corresponderles. En concreto, en España, la Transición les situó en cabeza (a los políticos y, muy especialmente, a los partidos políticos) por una pura razón de supervivencia. Se procedía de una época en que los políticos eran personas proscritas y consideradas dignas de toda sospecha, y había que forzar un cambio en esa consideración, para facilitar el avance del país hacia posiciones mucho más modernas, de las que nos habíamos quedado claramente relegados.
Pero esta realidad, seguramente inevitable, nos ha llevado a una situación en que los políticos tienen un ego, una personalidad y un protagonismo que no debería corresponderles. El capitán del barco, como técnico experto en navegación, puede proponer a los pasajeros aquellos destinos y rumbos que sean posibles, sin demasiados riesgos. Y cumplir a ciegas la decisión informada que tomen los pasajeros a partir de esos datos.
Si el capitán de un crucero de lujo fracasa en su labor, y provoca que el barco embarranque, deberá dedicarse a otra cosa. Es posible que consiga capitanear un petrolero, un portacontenedores o un pequeño barco de cabotaje. Pero, en la política, no existe un país de repuesto. Si un político fracasa, tendrá que dedicarse a otra cosa.
Como bien dijo Núñez Feijoo, si tuviéramos hombres de Estado y no políticos adolescentes, mucho mejor nos iría. Efectivamente, da la sensación de que la política pequeña que nos está tocando vivir estos últimos meses es obra más bien de hormonas desordenadas que de cerebros bien amueblados. Todo en la política se está pareciendo mucho más a las pequeñas rencillas de patio de colegio, a si me ajunto o no me ajunto, a que o me haces caso o dejo de respirar.
Mientras tanto, el barco sigue al pairo, a la espera de que el capitán y el timonel ocupen, por fin, sus posiciones. Si la meteorología fuera clemente, el problema no sería muy grave. Pero ya estamos viendo en el horizonte del mar los primeros rayos y las nubes negras van cubriendo el cielo. Una tormenta con el barco al pairo no parece un escenario digno de ser vivido y no es, desde luego, lo que nos merecemos los ciudadanos.
Todos los líderes de los cuatro grandes partidos de implantación nacional y con una presencia significativa en el Congreso de los Diputados no han hecho su trabajo. En lugar de ocupar sus posiciones al timón o en la sala de mando, se han retirado a la sentina a pelearse puños en alto, hasta la primera sangre, o más allá.
Pedro Sánchez ha estado altanero y displicente, señalando sin cesar a los entorchados de su propio uniforme. Pablo Iglesias ha sido orgulloso, ha estado exageradamente picajoso y ha dejado de respirar cuando le han negado la pelota. Albert Rivera, el eterno adolescente cuya única obsesión es asumir algún poder, sea en la oposición o en el Gobierno, se puso de cara a la pared, mirando de reojo cómo jugaban los otros niños. Y Pablo Casado parece llevar la gorra con la visera para atrás, disfrutando del balanceo que da la navegación al pairo.
Me temo que hoy tendremos que asistir al último acto de un desastre anunciado. Habrá que convocar nuevas elecciones, que es como decirnos a los ciudadanos que hicimos mal nuestro (pequeño) trabajo. Escogimos un destino y un rumbo de entre los que nos ofrecían los candidatos a capitán, pero resulta que no, que eso no va a ser posible y habrá que escoger de nuevo.
Por supuesto que entre los votantes habrá algunos adolescentes. Pero, entre tantos ciudadanos como somos, no es posible que nos equivoquemos, porque se acaban compensando nuestras propias excentricidades.
Parece que no tenemos los políticos que nos merecemos. El problema es que no hay otros.
JMBA