Revista Opinión
Ayer el día amaneció radiante, como aquellos de nuestra adolescencia que cubrían de azul toda la ciudad e iluminaban los rincones por donde discurrían nuestras correrías. Días típicos de esos inviernos mansos que permiten que el Sol temple las calles animadas de gente y los campos verdes de excursionistas. Son días venturosos de plenitud y gozo para los sentidos y las añoranzas, pero también, y especialmente el de ayer, para conmemorar la efemérides de una persona feliz y alegre porque logra contagiar esas emociones a los que la rodean. Y es que no hay mayor felicidad ni más alegría que poder compartirlas con la familia y los seres queridos. No deja de ser una simple anécdota insignificante que se convierte en categoría cuando lo más radiante y luminoso de la jornada es, precisamente, esa persona que llena de significado, por ser como es, cualquier día, más aún el de su cumpleaños. Son sesenta y dos años de una vida fecunda en bondad y entrega que les fueron recompensados con un día radiante, cargado de afectos y gratitud. Era ella la que hacía luminoso y radiante el día de ayer, y todos los días de su existencia. Felicidades, amor.