Revista Cultura y Ocio
Acabo el día escuchando las psicodelias de los primeros Pink Floyd. No sé si es en trance como hay que entrar en estas sesiones o con un espíritu limpio, en absoluto contaminado. Sé que la cosa lisérgica ha ocupado la entera extensión de mi cabeza sin que mi cuerpo haya recibido la tralla de los fármacos. Entusiasmado, izado, conmovido incluso, he viajado al Londres de los primeros setenta. En el viaje, he visto escena de Blow up de Antonioni y juro que tuve pantalones de campana, patillas de doce centímetros y, pese a mi alopecia, pelambreras respetables. He comprendido, en cinco o seis piezas, el poder de la música. No ha sido una revelación, no ha llegado la cosa a tanto: uno sabía bien que hay discos que pueden salvarte la vida o malograrla. Lo que en este rato he percibido es la sublimación de un modo muy concreto de entender el mundo. No es posible que hoy en día salgan discos como A saucerful of secrets. No habría productor que lo auspiciara, ninguno que lo refrendara. Lo bueno de aquellos tiempos es que se apreciaba cierto desquicio creativo que hoy en día no existe. -Todos esos discos nuevos que pretenden innovar terminan haciendo pensar en tal o cual grupo, en alguno de los setenta, tan febriles, o de los ochenta, tan tarareables. Hoy soy de Pink Floyd, cuando ayer, a última hora de la noche, fui feligrés de Monk. Ha sido un día feliz en muchos sentidos. Mis Bowers and Wilkins me han sonreído a su manera.