Pero Inari no sólo ha sido fundirme en añoranzas y autocompasión, ni mucho menos. De hecho, y en lo que se refiere a nuevos contactos y coincidencias, ha resultado una de las etapas más animadas que he tenido por ahora en este viaje. Para empezar está la joven pareja de españoles que trabaja “de gratis” en Villa Lanca, cuya presencia en Inari me ha sorprendido no poco. ¿Quién iba a pensar que a siete mil quilómetros de España y –sobre todo– en lugar tan minúsculo y remoto iba a encontrarme con dos compatriotas? Chavales de lo más simpático, además, que se han portado conmigo muy amablemente, excediéndose en sus obligaciones como huéspedes, y con quienes he compartido algunos buenos ratos de charla.
Aparte de éstos, ha resultado que había tres españoles más alojados en el mismo albergue, él un tipo un poco raro que dice haber sido motero y que ahora viaja con su mujer y su hijo (a quienes no he llegado a conocer) en un coche de alquiler. Por supuesto van hacia Cabo Norte. Y no bastando, al parecer, con seis paisanos en el mismo albergue, a última hora llegaron ayer Guillermo y Olatz, dos vascos simpatiquísimos que vienen desde España conduciendo una clásicca campera Volkswagen T3, con los cuales he hecho buenas migas esta mañana, poco antes de separarnos todos, ¡lástima! Una pareja positiva y muy alegre que, cómo no, se dirige también a Cabo Norte y de quienes, confieso, me he encariñado un poco porque me han parecido gente sencilla y campechana, de ésos que da gusto compartir el tiempo con ellos. Por cierto que, al despedirnos, les faltó tiempo para invitarme a visitarlos en Bilbao, suponiendo que Rosaura me lleve a entrar por ese lado de España a mi regreso, de fecha incierta.
Así que ¡ahí es nada!: ocho españoles hemos coincidido por pura casualidad el mismo día en un lejano pueblecillo lapón. Y además, para remate, me he cruzado también con los tres alemanes que conocí hace dos días en Savukoski, la familia que viajaba en una moto con sidecar y que se dirigía –adivina, adivinanza– a Cabo Norte. Pero esta serie de coincidencias, que podrían parecer extremadamente casuales, no lo son tanto si se considera, como ya tengo dicho, que Nordkapp es un destino turístico de primer orden (de hecho, una verdadera tourist trap, según me viene diciendo ya más de uno) y que, salvo carreteras muy secundarias, son muy pocas las rutas que hay para llegar a él: una por Noruega y otra por Finlandia; y esta última, que pasa forzosamente por Sodankylä e Inari, es la preferida para hacer “la subida”, dejando la mayor parte de los turistas la otra, la del litoral noruego, para “la bajada”. De modo que Inari es un estrecho cuello de botella por el que casi todo viajero hacia Cabo Norte ha de pasar antes o después.
Pero, una vez pasado, aquí es precisamente donde Rosaura y yo nos desviamos del arroyo de turistas y, en lugar de continuar directo hacia el norte, tomamos por la 971, tal vez una de las carreteras menos transitadas de Finlandia, que lleva hacia una de sus fronteras más desconocidas con Noruega: Näätamö. Antes, no obstante, de aventurarme por ahí me he informado de la existencia de, al menos, un lugar para pasar la última noche en Finlandia, dado que los precios del país vecino son sensiblemente más altos; y para esa averiguación he echado mano de un matrimonio conocido de mi amigo Pascal (el hombre que hacie diez años me encaminó por primera vez a Inari), que llevan un pequeño taller –y tienda– de joyería artesana lapona llamado Inarin Hopea. Preguntados por algún hospedaje a lo largo de la carretera 971 me recomiendan quizá el único existente: la granja de renos Toini Sanila; y con esta información emprendo una nueva jornada motera.
La mañana ha amanecido nublada, gris y algo ventosa, viniendo así a rematar el notable cambio de tiempo que ha tenido lugar durante las últimas cuarenta y ocho horas, a lo largo de las cuales las temperaturas han bajado más de quince grados; y ya veremos si no llueve hoy. El caso es que, según los lugareños, ni era normal el calor que estaba haciendo para estas fechas, con máximas rondando los treinta grados, ni es normal el fresco que se ha venido hoy, 9 de agosto, en que no alcanzaremos a catorce. Cosas del cambio climático.
Salgo, pues, de Inari por la E75, la carretera del ártico, y al cabo de pocos quilómetros adelanto a la furgoneta de Guillermo y Olatz, que llevan un crucero más tranquilo aún que el mío. Nos hacemos gestos de despedida y, poco a poco, van quedando atrás en los retrovisores de Rosaura; pero cuando llego a la bifurcación con la 92, que lleva a Nordkapp, me doy cuenta de que se me ha pasado el desvío que quería coger; tan insignificante es la 971 y tan poco transitada que resulta fácil despistarse. Mientras estudio el mapa, la joven pareja vascuence vuelve a pasarme, enviándome alegres saludos tras el parabrisas de su Volkswagen roja. Ya no me encontraré con ellos a lo largo de este viaje. Mi camino se bifurca del suyo –en realidad del de todos– cuando vuelvo grupas y, ahora ya sí, cojo la desviación hacia Sevettijärvi.
Vale la pena señalar que, después de mil quinientos quilómetros atravesando uninformes –aunque impecablemente hermosos– paisajes finlandeses, en esta zona del país por fin el entorno ha cambiado hacia algo sensiblemente distinto: el terreno es muy pedregoso, con predomino de la roca suelta; la vegetación menos frondosa y abundante, perdiendo las coníferas su anterior hegemonía; más una curiosa peculiaridad: ¡las aguas de ríos y lagos son claras!; ya no tienen esa intensa tonalidad café tan predominante en este país, sino que son incoloras y transparentes; lo cual significa, presumo, que esta esquina de Laponia tiene un sustrato geológico diferente al resto de Finlandia.
Desde hace un rato tengo ganas de picar algo y beberme una buena cerveza, pero por esta ruta no parece que viva ni Dios, con perdón. Tras dos horas largas de moto llego por fin, ya no muy lejos de mi destino, a una localidad llamada Sevettijärvi; y nótese que he usado el eufemismo “localidad” en lugar de decir pueblo o aldea, pues Sevettijärvi es incluso más pequeño que muchos de los cortijos en mi Extremadura natal, y hasta su nombre tiene más entidad que el propio lugar: media docena de casas dispersas, un restaurante y una iglesia ortodoxa, comunicados entre sí por caminos de tierra. O sea, el culo del mundo.
Ese grupo de casas en medio del bosque es Sevettijärvi
Pero, en fin, un restaurante significa cerveza y a mí me gusta este tipo de lugares; de hecho, estoy encantado de haber dado con él.
Detengo la moto junto a la terraza de madera, desnuda, que mira sobre el lago, descabalgo y me dirijo a la puerta. La tablazón otorga a mis pasos una severidad imponente, exagerada. Al entrar, me hallo en una primera estancia donde hay una barra –sin nadie detrás– y unas mesas con algunas personas conversando que parecen no advertir mi presencia. En el extremo opuesto hay otra puerta, de la que sale animado ruido de conversaciones y el tintineo de cubiertos sobre la loza, y al franquearla me encuentro en una habitación mayor que la primera donde tres o cuatro docenas de personas, sentadas a dos largas mesas, están celebrando algo. Entonces alguien que anda por ahí de pie, probablemente una empleada, se fija en mí y se me acerca; pero antes de que tenga tiempo a interpelarme ya me la he adelantado preguntándole si estoy en una fiesta privada. Así es, celebran una boda –me dice– y el local está cerrado al público, lo siento. Una boda rusa, colijo, a juzgar por el idioma en que hablan los comensales. Tiene sentido, pienso enlazando mentalmente la iglesia ortodoxa con la cercanía de Rusia. ¡Lástima no estar invitado! La cerveza tendrá que esperar.
Mientras me calo los guantes y el casco, tres o cuatro de los comensales han salido a la terraza para curiosear. Supongo que ven a un extranjero te tez morena vestido con pantalón beige muy desteñido y chaquetón de moto blanco, pañuelo oro viejo al cuello, encasquetarse un casco jet blanco y unos guantes negros, subirse luego a una desaliñada motocicleta color ladrillo, poner el motor en marcha y arrancar despacio, pasando con cuidado sobre la grava del camino. Entonces verán la matrícula y alguno preguntará si es de Estonia. Sabiéndose no entendidos, no se cuidan de hablar bajo; y por esto, según voy alejándome, distingo que alquien responde: Ispaniya.
Renos pastando entre los pinos cerca de Toini Sanila
Porotila Toini Sanila es una granja de renos (tal es el significado de porotila), restaurante y hospedería situada en el istmo entre los lagos Sevettijärvi y Kirakkajärvi, a quince quilómetros de la frontera con Noruega. La propiedad la describe como punto de confluencia de las culturas finesa, sami y noruega; hospedaje y lugar de encuentro versátil para grupos así como viajeros solitarios. O sea, mi lugar y mi elemento. En este tipo de sitios el trato entre anfitriones y huéspedes es poco convencional; me refiero, por ejmplo, a que no parece que haya espacio ni razón para desconfianzas ni para formalidades: quien ha llegado hasta aquí no lo ha hecho con la finalidad de engañar a nadie, y otro tanto ocurre con quien regenta un establecimiento como éste. Sólo una cálida y sincera hospitalidad, casi una familiaridad, tienen sentido. Y así es, ni más ni menos, como la señora me ha acogido, haciéndome sentir como en casa.
Pese a lo apartado del lugar, una serie de huéspedes tienen ocupadas todas las habitaciones, pero le quedan algunas cabañas. Junto con una jarra de agua muy fría a la que le añade unos cuantos hielos (¡Dios mío, no hacía falta!), me alarga la llave de la caseta más cercana al edificio principal y me hace la advertencia de que puedo usar cualquiera de los aseos (inclusive los del personal) y por supuesto también la sauna, que estará libre dentro de media hora, sin cargo adicional. Acepto encantado, porque en un día desapacible y frío como éste la sauna se agradece. La cabaña es pequeña pero suficiente, con el equipamiento sencillo habitual: un par de camas con gruesos cobertores nórdicos, un potente radiador y una mesita. No hace falta más para pasar la noche.
La sauna, como siempre, me deja como nuevo: tonificado, limpito y descansado. El contraste de temperaturas es lo que cuenta, no me canso de decirlo; y hoy el contraste lo he tenido garantizado, pues el agua fría de las duchas estaba casi helada. Y como aún me queda un rato hasta la hora de cenar, me adentro en el bosque para dar un paseo. Apenas he caminado cinco minutos cuando me hallo en un paraje sobrecogedor, pero de suerte que las fotos que le hago, lamentablemente, no captan nada bien su alma; habré de limitarme a las palabras.
Bosque junto a Toini Sanila
Es un bosque ralo, de coníferas pequeñas y torturadas en cuyas copas sopla el viento con un murmullo cargado de misteriosos susurros que parecen venir del ultramundo. El suelo no se ve, todo recubierto como está por una gruesa capa de musgos y humus en la que mis pies se hunden como en un colchón, sin dejar huella alguna, y que amortigua también el sonido de mis pasos. Cuando me detengo y aguzo el oído, el aire se acalla, haciéndose a mi alrededor un silencio inquietante, casi lúgubre, como si los ojos de cien invisibles trasgos me espiasen; pero al reanudar la marcha vuelve el viento a vibrar en el ramaje medio reseco de los árboles. Todo tiene una nota fantasmagórica y fantástica, irreal. Por doquiera yacen los cadáveres medio podridos de las ramas desgajadas, ¡y qué soledad la de este pinar olvidado en la esquina más retirada de Finlandia! Pareciera que no se puede venir más lejos y que sólo los espíritus habitasen aquí, como en el cementerio indio de Jeremías Johnson. Debe ser escalofriante –pienso– encontrarse en un lugar así en medio de una copiosa nevada invernal.
Al cabo de un rato llego a un pequeño lago de aguas cristalinas cuya superficie presenta apenas unos leves rizos que vienen a morir en minúsculas olitas, golpeando con un chapoteo hueco las piedras de la orilla; y esta calma del agua, en un día ventoso como hoy, sólo viene a hacer el lugarr aún más siniestro.
Cuando quiero volver sobre mis pasos me asalta el momentáneo temor, irracional, de haberme perdido; pero un hueco se abre entre las nubes dejando pasar un haz de sol que orienta mi regreso; y a esta rojiza luz del atardecer parece que de pronto el bosque perdiese todo acento lúgubre, ya sólo un pinar como otro cualquiera, bajo un cielo plomizo.
Un rayo de sol escapa de las nubes
Al regresar a la granja me siento a cenar en el comedor, dejándome aconsejar por la amable mujer, de entre las limitadas entradas del menú, la carne de reno (¡cómo no!) con jarabe de bayas silvestres. Comidas naturales y sabrosas como ésta muy pocas veces se catan. Luego, mientras disfruto de un té, miro con detenimiento las estupendas fotografías que, en exposición, adornan las paredes; y, de todas ellas, una me hipnotiza por su fuerza: es el rostro en blanco y negro, extraordinariamente expresivo, de un viejo indígena lapón. Quiere la casualidad que el autor de la foto esté aquí mismo, sentado a otra mesa, tomando café con la dueña y otros vecinos, y no puedo menos que felicitarlo por su arte.
Ya va bien avanzada la tarde cuando me retiro a mi cabañita para leer un rato antes de acostarme. Fuera, la luz disminuye con extremada lentitud y aún no ha oscurecido cuando apago la bombilla; ni lo hará: tras los vidrios de la ventana sin tapaluz, la tenue claridad grisácea de la noche velará mi sueño hasta la madrugada.
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