Sevilla como Andalucía, bendecidas por el río Guadalquivir, recibió a muchas civilizaciones que acrecentaron su acervo cultural y la convirtieron en punto de encuentro de grandes sucesos de la cultura occidental. Desde los tartessos, los fenicios, los griegos, los cartaginenses, los romanos y por supuestos los musulmanes que dejaron su huella en la región, en particular su forma de aprovechar el agua para refrescar zonas duramente castigadas por el Sol durante gran parte del año. Hasta la conquista de los Reyes Católicos que desalojó la ciudad en un principio, pero que luego fuera repoblada y sirviera de enlace principal con la recién descubierta América. No por gusto, la ciudad está considerada una de las más americanas y entre sus riquezas atesora valiosos documentos de la época de la conquista y posteriores en el Archivo de Indias.
Entre los años 1000 y 500 antes de Cristo, los principales pueblos de la península y las civilizaciones orientales, se lanzaron a la conquista del Mar Mediterráneo, siendo de especial atractivo el río Guadalquivir y sus tierras por la perfecta navegación que se podía hacer incluso hasta zonas como Córdoba. Lamentablemente según los estudiosos hoy solo se puede hacer alusión a esto por las referencias en la literatura romana y la árabe, pues la zona de Córdoba no es navegable, pese a proyectos que han promovido el dragado del Guadalquivir cordobés.
Junto a la búsqueda de metales preciosos que es la principal motivación de los conquistadores, los fenicios y los griegos trajeron cultivos de preciado interés hoy en día como la vid y el olivo, aunque algunos creen que ya existían y solo fueron mejorados. La incipiente economía de la región ya se iba matizando en lo que conocemos de la Sevilla actual: una zona rica en aceite como toda Andalucía.
Los pueblos del Guadalquivir, basados en modos de vida primitivas, se nutrieron de la floreciente cultura fenicia y de otras muchas. Pronto nuevos métodos de pesca, la escritura fenicia o incluso la introducción del hierro y la metalurgia, acrecentaron a los locales. Los por entonces conocidos como tartesios hicieron suyo incluso la manera de hacer transacciones de los fenicios. Estos pueblos estaban esparcidos por distintas zonas de Sevilla como el Cerro Macareno en San José de la Rinconada, la Mesa de Grandul en Alcalá de Guadaira, el Cerro de la Cabeza en Santiponce y por supuesto El Carambolo en Camas. Así mismo, la huella de los tartesios se extiende a otras provincias andaluzas como Córdoba, Huelva y Cádiz.
El mayor hallazgo de tesoros de la cultura tartesia, la cual se estima pobló estas tierras desde el siglo IX antes de Cristo, es el llamado Tesoro de El Carambolo en Camas. Cuentan que en 1958 un obrero encontró un objeto metálico, mientras reparaban un terreno de la sociedad deportiva de tiro de pichón que tenía su sede en dicho cerro. Aunque desde que la asociación comprara el terreno había historias sobre el supuesto tesoro, solo eran leyendas, que se hicieron realidad cuando los trabajadores presentes encontraron veintiuna piezas de oro de 24 quilates, con un peso total de 2.950 gramos. Incluso después de descubiertas, el paradero del tesoro en el imaginario popular de los sevillanos es una incógnita. Si en un inicio se puso en el Banco de España y luego fue comprado por el Ayuntamiento de Sevilla, las piezas que se exponen hoy en el Museo Arqueológico de la ciudad son copias. De hecho algunos especulan que se encuentran hasta en el Banco Santander.
Después de encontrar este tesoro, los arqueólogos movidos por la evidencia de una cultura que solo se conocía por la literatura, continuaron excavando en la zona y descubrieron hasta tres poblaciones en el mismo sitio, todas abandonadas por sus habitantes. La mayoría de los nuevos hallazgos fueron utensilios y objetos caseros, que como Juan José Antequera Luengo refiere “dan idea de un pueblo agrícola, ganadero, cazador y presuntamente minero en menor magnitud, bien situado en el reborde oriental del Aljarafe, frente a la actual Sevilla, que entonces no era más que tierras anegadas por lagunas someras”.
En estas tierras por donde trascurría el río a su antojo, aunque fue cediendo terreno con el tiempo, se establecieron asentamientos palafíticos. De cuyo nacimiento, ya como orbe romana da fe las Etimologías de San Isidoro en el año 620: “César fundó Hispalis que, de su propio nombre y el de una orbe de Roma, recibió la denominación de Julia Rómula, pero, por su situación, fue sobrenombrada Hispalis en razón a que está asentada en suelo palustre sobre postres hincados en el subsuelo para que no cediera en su base arenosa e inestable”.La romanización de Sevilla tiene su mejor exponente actualmente visible en las ruinas de Itálica, en Santiponce. Aunque un poco alejado del río Guadalquivir, téngase en cuenta que el cauce del río ha sufrido innumerables transformaciones, sus aguas sirvieron de principal vía de comunicación para las ciudadelas romanas que posteriormente construyeron en la región la emblemática red de senderos y otras muchas obras públicas, como sus acueductos de los cuales se conservan algunos tramos en la capital hispalense.
Los campos del Valle del Guadalquivir fueron llenados por los romanos de prósperos cultivos, caseríos y mansiones de placer. Entonces por lo que hoy conocemos como la Alameda de Hércules pasaba el río hasta su atracadero en la calle Sierpes, incluso hasta el siglo XVI la Alameda era lugar de aguas estancadas muy molestas para los vecinos, hasta que decidieron secar sus aguas, plantar unos álamos y construir unas estatuas de César y Hércules que siguen hasta nuestros días.
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