Narciso Bonaplata y José María de Ybarra, un catalán y un vasco, nunca imaginaron, posiblemente, que su propuesta al Cabildo municipal de Sevilla, que presidía el Conde de Montelirio, llegaría a donde lo ha hecho. La respuesta de los ganaderos fue tal que el Prado de San Sebastián, entonces en el extrarradio de la ciudad, acogió su primer certamen. Corría el mes de abril de 1847 y reinaba en España una mujer, como consecuencia de la abolición de la Ley Sálica: Isabel II.
Aquella primera feria como tal, tuvo tan sólo 19 casetas y una duración de tres días. Habría de llegar la década de los años veinte, en el siglo siguiente, para que cobrara la quintaesencia que hoy la reviste: la de montar, por espacio de casi una semana, una ciudad sobre otra ciudad. Su crecimiento estratosférico llevó a trasladar su asentamiento hasta el populoso barrio de Los Remedios, pero para entonces ya corría la década de los setenta. Nació, entonces pues, el Real de la Feria.
Sé, porque lo he vivido en primera persona, que esta noche, como paso previo al encendido del alumbrao, las casetas engalanadas se llenarán de un gentío que cenará pescaíto regado con fino y manzanilla. La portada, llegada la medianoche, estallará en una sinfonía que se prolongará en cientos de miles de bombillas recubiertas por farolillos que darán intensa luz al recinto. El motivo de este año será la conmemoración del centenario del primer vuelo militar, aquel que partió del aeródromo Tablada.
Las calles del Real se inundarán desde hoy de mujeres ataviadas con trajes de gitana y galanes encorbatados. De coches de caballos, a cada cual más vistoso. Y de chiquillería febril, hasta desembocar en los cacharritos que les enloquecen en la siempre ensoñadora Calle del Infierno. Casi ná.