En una ciudad donde a las diez de la mañana los termómetros marcan treinta y dos grados y las chicharras se desgañitan con sus cantos en alta fidelidad desde las primeras horas del día, el concepto realidad es a veces difícil de delimitar.
Sevilla es así de dual; sorprendente y cansina a la vez. Y los sevillanos viven sumergidos en una aparente apatía que no es sino una técnica de supervivencia en un entorno donde pasar de un polo al opuesto es cuestión de segundos. Sólo desde esa relativa calma de la no exasperación se puede sobrevivir a una ciudad tan cambiante, un ser mastodóntico y multiforme, que se transforma ante tus ojos con una rapidez meteórica y que siempre es capaz de atraparte el corazón con sus estrategias de engaño.
En Sevilla, la necesidad de reinventarse es un credo de obligada aplicación. Ya sea contraponiendo lo ultramoderno con lo que permanece inherente al estado de las cosas, aunque para ello haya que inventar la cuadratura del círculo, ya ideando lo inexistente para que su visión previa vaya impregnando la realidad múltiple que los sevillanos necesitan tener permanentemente ante sus ojos para que la ciudad alcance cierto grado de credibilidad.
Porque Sevilla es un juego permanente entre opuestos, que se regatean hasta el infinito en una filigrana estética con apariencia de danza tribal. Y es debate de lo imposible, que se eterniza creando ese humus necesario y fértil que propicie el estado típico del sevillano, rayano en el abandono, la dejadez, la desidia, la indiferencia, la indolencia, y la abulia, que es el único que permite soportar con cierta esperanza de éxito un clima que es el fiel reflejo en el espejo de la idiosincrasia de su ciudad.