tendentes a cumplir con su función cuando su libido se encontraba en un punto máximo, que cuando no lo estaba. Para apoyar su tesis se basaba en el testimonio de mujeres que, habiendo intentado quedarse embarazadas durante tiempo, por aquello de su reloj biológico y de la presión que sentían ante su círculo familiar y de amigos y conocidos, habían reducido sus encuentros sexuales con sus parejas a una especie de obligación; las relaciones sexuales eran algo así como un medio para conseguir un fin, que no era otro que el de quedarse embarazadas, pero no eran un fin en sí mismas, habían dejado de ser un acto placentero y eso había hecho que no consiguieran su propósito; después de años intentándolo e, incluso, de someterse a tratamientos de fertilidad, no lo habían conseguido. Sin embargo, tiempo después, cuando se resignaron al hecho de que no iban a ser madres u optaron por la adopción y sus relaciones sexuales volvieron a ser un fin en sí mismas, es decir volvieron a tener la finalidad de sentir placer, se habían quedado embarazadas. También exponía algunos de los argumentos que esgrimían los detractores de esta teoría tales como los embarazos que tenían su origen en una violación, pero ella “le daba la vuelta” a este argumento y lo transformaba en un argumento más a su favor; en un argumento más que apoyaba su tesis, pues el número de violaciones que tienen como resultado el embarazo de la víctima es tan reducido ante el número total de violaciones cometidas que esto no venía más que a confirmar que, tal y como ella sostenía, existe una relación directa entre el placer que una mujer experimenta durante el acto sexual y las probabilidades de quedarse embarazada.
A este respecto yo tengo que decir que mi padre me proporcionó innumerables momentos de intenso placer y sería muy prolijo a la vez que imposible recordarlos todos, pero se me quedó grabado en la memoria un episodio en particular en el que nos despojamos de la poca inhibición que pudiera quedarnos; nos desinhibimos del todo y tuvimos unos cuarenta y cinco minutos de una inspiración total, que nunca antes, ni después, alcanzamos. Fueron unos cuarenta y cinco minutos, según calculamos por el reloj de sol que habíamos construido, de un sexo casi salvaje durante los cuales nos convertimos en animales que solo buscaban el placer sexual; fueron cuarenta y cinco minutos “mágicos” durante los cuales cada uno de nosotros experimentamos tres orgasmos con una sincronía que ni buscándola a conciencia hubiéramos podido lograr. Nunca se me olvidará aquella sesión de sexo que tuvimos y es que, además, yo tengo el convencimiento de que durante ella fue concebido nuestro hijo pues el placer que sentí fue máximo y mis órganos reproductores debieron de haber estado, entonces, de lo más receptivos… y el hecho es que las fechas cuadran. Me adhiero, así, a la tesis de la sexóloga aquella cuyo artículo había leído muchos años antes y que esa sesión de sexo unida a mi posterior embarazo vinieron a traer a mi memoria.
Yo llevaba tiempo, desde que cumplí los veintiocho años, más o menos, diciéndole a mi padre que quería que me dejara embarazada; que quería tener por lo menos un hijo ya que a partir de los treinta años el riesgo de que algo saliera mal en el embarazo de una mujer se incrementaba sustancialmente. Mi padre, por su parte, no quería que tuviéramos descendencia y ello obedecía, según me explico, a tres consideraciones: la primera de ellas se debía al hecho que cabía dentro de lo posible que un posible hijo que tuviéramos naciera con alguna malformación, dada la relación de consanguinidad que nos unía; la segunda de las consideraciones era que también existía la posibilidad de que, ya que en ese momento llevábamos cerca de doce años viviendo en la isla y nadie nos había rescatado y ni siquiera hubieran estado cerca de hacerlo, que nuestro hijo no saliera nunca de la isla y eso, en su opinión, no seria vida para nadie; y la tercera de las consideraciones era que le aterraba la posibilidad de que algo saliera mal y él se acabara quedando solo en aquella isla; a él no le preocupaba el hecho de que finalmente, fuésemos rescatados y se supiese que habíamos vivido en la isla como pareja, como marido y mujer, más que como padre e hija; no le preocupaba el hecho de que se supiese que habíamos tenido sexo y que, a consecuencia de ello, hubiéramos acabado por tener un hijo, sino que lo que le preocupaba eran las tres posibilidades que he expuesto anteriormente. Debido a esto mi padre siempre había intentado ser muy cuidadoso, dentro de lo posible, a la hora de utilizar los únicos sistemas anticonceptivos de los que disponíamos en aquella isla y que no eran otros que la consabida “marcha atrás”, es decir, el evitar eyacular dentro de mí, en el último momento y el sexo anal que, a mi, por otra parte, me encantaba. Pero ante mi insistencia, acabo cediendo e incrementamos la frecuencia de nuestros encuentros sexuales, casi al nivel de nuestros dos primeros años, cuando nuestro frenesí sexual rayó la obsesión, a la par que dejó de tener cuidado, antes al contrario, lógicamente, trató de eyacular en mi interior todo lo que pudo.
Pues bien, esos aproximadamente cuarenta y cinco minutos del mejor sexo que hayamos disfrutado nunca tuvieron lugar en una calurosa mañana de mediados del mes de Abril de 1999. Aquella mañana nos habíamos regalado con un opíparo desayuno a base de cangrejos y pulpo que habíamos capturado el día anterior. La pesca se había dado especialmente bien así que comimos en abundancia. El desayuno abundante unido al cansancio acumulado la noche anterior como consecuencia de lo poco que habíamos dormido puesto que se desató una tempestad con una lluvia bastante intensa y unos vientos huracanados que hizo que tuviéramos que irnos a refugiar al interior de una cueva en mitad de la noche hicieron que la modorra pudiera con nosotros y así fue que nada más terminar de comer nos dejamos caer sobre la arena de la playa y nos quedamos profundamente dormidos de la misma forma en la que siempre lo hacíamos, con mi padre boca arriba y yo al lado suyo, de lado, con mi pierna derecha sobre su muslo derecho y mi mano derecha sujetando su pene. Calculamos que algo más de dos horas más tarde, los dos nos despertamos casi al unísono y con unas ganas de practicar sexo como hacía mucho tiempo que no sentíamos. Mi padre, para espabilarse, se metió en el agua y cuando salió de ella, caminó sobre la arena en mi dirección, pareciéndome que estaba contemplando la encarnación del dios Neptuno, con aquel cuerpo musculoso a pesar de contar con más de cincuenta y siete años, sin un átomo de grasa, gracias a todo el ejercicio diario que hacía, buscando alimento para ambos, así como a la dieta muy sana, impuesta por las circunstancias en las que nos encontrábamos; bronceado por efecto de todo el tiempo que pasaba expuesto al sol y aquella melena rubia que le caía sobre los hombros, enmarañada y salvaje, y aquel pene…siempre aquel pene que había estado tantas veces dentro de mí, y de tan variadas maneras, a pesar de lo cual nunca me cansaba de él; nunca consideraba que lo había disfrutado lo suficiente, sino que siempre tenía deseo de más. Yo tenía unas tremendas ganas de hacer el amor, pero quería que la iniciativa fuese suya para que eso me excitara aún más y fue así que quise parecerle más deseable que de costumbre y me senté en la arena haciendo descansar la parte superior de mi cuerpo sobre mis brazos extendidos hacia atrás; una de mis piernas totalmente extendida y la otra semiflexionada; mientras mi padre se encontraba en el agua, yo me había pellizcado los pezones para hacer que estos estuvieran más enhiestos. Y funcionó, como siempre funcionaba, porque mi padre se echó a mi lado y sin más preámbulos, comenzó a besarme en la boca y a magrearme los pechos con una de sus manos, mientras la otra le servía como punto de apoyo; yo respondía a sus apasionados besos y de ahí él pasó a lamerme, besarme y mordisquearme los pechos, en particular los pezones y fue en ese momento en el que empecé a sentirme presa de una enorme excitación que hizo que me ladeara, y me apoyara en uno solo de los brazos, teniendo el otro libre para comenzar a acariciarle el pene que, por momentos, crecía y se ponía duro.
De ahí pasé a ponerme de rodillas y a chuparle, besarle y lamerle el pene; el, por su parte, se dejó caer hacia atrás hasta que, en un momento dado, se incorporó y se situó detrás de mí para penetrarme; al principio lo hizo con delicadeza, pero, gradualmente, fue incrementando la intensidad y la “violencia” de las embestidas. Yo, entretanto, tenía el peso de mi cuerpo apoyado sobre mis rodillas y las palmas de mis manos, o sea, que estaba “de cuatro patas”, aunque, de cuando en cuando, me incorporaba y pegaba mi espalda contra su pecho, mesándole los cabellos con una de mis manos mientras él me acariciaba, estrujaba los pechos cuando no se limitaba a cogérmelos mientras no paraba de “empujar”. En un momento dado, sintió que estaba cerca el momento en el que habría de “llegar” y se retiró hacia atrás, haciendo lo que acostumbraba a hacer en aquellos tiempos en los que tomábamos “precauciones” para no dejarme embarazada, pero no era ese el caso ahora, así que, sorprendida por lo que acababa de hacer, le pregunté:
-Pero…¿qué haces?
Y, entonces, él cayó en la cuenta de que acababa de hacer lo que no tocaba; tenía que hacer justo lo contrario, es decir, tratar de “llegar”, eyacular, dentro de mí, siendo así que se apresuró a penetrarme, rápidamente, aunque lo hizo de una forma tan brutal que, incluso, me produjo dolor pero pasado ese primer momento, eso me produjo una enorme excitación que hizo que cuando mi padre empezó a “empujar” con frenesí, para “llegar”, yo también experimentara un orgasmo, largo, intenso, maravilloso.
Mi padre, cansado por el esfuerzo realizado, se dejó caer sobre la arena y yo también lo hice, al lado suyo, pero yo sabía que aquella sesión de sexo podía dar mucho más de sí y no estaba dispuesta a que terminara en ese momento, siendo así que le cogí el pene y se lo comencé a acariciar, primero y, luego, a masturbar; de esta manera, al momento, mi padre comenzó a experimentar una erección y así fue que yo aproveché la coyuntura para ponerme sobre él, introducir su pene en mi vagina y comenzar a cabalgarlo.
-Carol, tienes un cuerpo precioso, pero tus pechos…tus pechos son extraordinarios; ninguna de las muchas mujeres con las que he estado ha tenido unos pechos tan perfectos como los tuyos-me dijo, al tiempo que me los acariciaba.
-Son para ti, para que los disfrutes y para dar de comer a los hijos que tengamos-le contesté yo.
No sé si fue aquello que le dije, o si fue casualidad que coincidiera con ello, pero el caso fue que terminando de decirle eso fue que noté como su pene terminaba de ponerse duro y grande dentro de mí y entonces él dejó caer sus brazos, cerrando los ojos y disfrutando del esfuerzo que yo estaba realizando. Yo, por mi parte, estaba sintiendo muchísimo, algo así como si el orgasmo que acababa de sentir no hubiera terminado del todo y se hubiera “tomado un respiro” para continuar algo más tarde, y presa de una enorme excitación, movía mis caderas en todas direcciones, hacia adelante y hacia atrás y, luego, en círculos, al tiempo que yo misma me magreaba mis pechos y me pellizcaba los pezones buscando incrementar mi estimulación y ayudar así a alcanzar el clímax. Mi padre, por su parte, abrió los ojos y me miró, buscando lo mismo, buscando excitarse al máximo para alcanzar el orgasmo, viendo como su hija estaba sobre él, follándoselo como si no fuera a haber un mañana y el mundo se fuera a terminar en aquel preciso momento. Comencé a jadear, primero en voz baja, luego más alto hasta acabar gritando, terminando por tener mi ansiado orgasmo que fue, incluso, mejor que el anterior y que me llevó a seguirme moviendo, haciendo que mi padre “llegara “ poco después notándolo gracias a una especie de “sacudidas” que el sentía, cuando el placer era grande. Y, poco después, a pesar de que yo seguía moviéndome, encima de él, note como su pene comenzó a ponerse fláccido, ante lo cual opté por levantarme y ponerme a chupárselo, nuevamente, pues yo aún sentía ganas de más. Esa vez me costó bastante más que las veces anteriores, pero, finalmente, conseguí la ansiada erección, incorporándome para, acto seguido, dejarme caer boca arriba sobre la arena y decirle, casi ordenarle:
-Papá, ¡hazme tuya!, ¡penétrame!-debo de aclarar que el recordar, cuando estábamos teniendo sexo, que era mi padre era algo que, tanto a mí, como a él, nos excitaba mucho.
Y él se apresuró a cumplir mis deseos, echándose sobre mí y a, sin más dilación, introducir su pene en mi vagina, que estaba de lo más sensible, para comenzar a “empujar” con frenesí desde el primer momento. Diez minutos más tarde, seguíamos igual y yo podía ver como el sudor cubría todo el cuerpo de mi padre, que parecía estar bañado en aceite, cayendo algunas gotas de ese sudor sobre mi pecho, mientras su rostro ya reflejaba la fatiga que estaba empezando a sentir; y, de pronto, él “llegó”, pero, aún así, continuó “ empujando” para hacer que yo llegara también y creo que fue ese último esfuerzo de mi padre, pensando solo en mí, lo que tocó algo muy en mi interior, haciendo que también alcanzara mi tercer orgasmo, lo que “celebré” moviendo la cabeza como si estuviera poseída por algún espíritu diabólico y realizando espasmódicos movimientos con mi pelvis. Entonces mi padre, exhausto, se dejó caer sobre mí y yo empecé a besarlo apasionada y muy sentidamente. En ese instante tuve la intuición de que me había dejado embarazada. Fue maravilloso”.
Bárbara, plenamente satisfecha con todo lo que había escrito Carol Eldridge, depositó los folios encima de su mesita de noche y abrió la última gaveta de abajo de esta para sacar algunos de sus juguetes eróticos. Completamente “encharcada” no iba a dejar pasar la ocasión de liberarse de algo del estrés acumulado.