
El interés aumenta cuando Inma, una de las agricultoras, explica en una escuela cuál es su trabajo. Se revelan así los peligros que rodean a la Huerta, la especulación en torno a los terrenos, la expropiación
de hasta 80.000 m2 de terrenoplanteada por el Ministerio de Fomento para la ampliación de una autopista. La muerte, en definitiva, del cultivo tradicional de chufa en Valencia. El documental es un homenaje a la tierra, con una ausencia de la figura humana en buena parte de su metraje, o con una presencia secundaria en todo caso, pero sembrando a lo largo del metraje momentos de reflexión que nos enfrentan a esta amenaza de un futuro incierto a un pasado agonizante. La mirada del director es básicamente contemplativa, con apenas intervenciones, sin información adicional. Lo que quiere expresar lo hace a través de las imágenes (a veces a través de las palabras de los agricultores), y requiere del espectador una atención especial a los pequeños detalles.


El documental no se centra realmente en el desastre ecológico, que está ahí y es patente, sino que habla de un espacio que parece congelado en el tiempo: "La ciudad simplemente se ha detenido". No hay progreso en el horizonte, aunque tampoco es algo que necesiten sus habitantes. El mediometraje habla de algo que va más allá de la ciudad en sí misma que es, en realidad, un reflejo de un país que no parece dispuesto a cambiar las cosas. Los jóvenes obreros de la fundición, como Volodya, no han conocido otra Rusia que la gobernada por Putin. Y no necesitan nada más: "El progreso es cuando luchas contra ti mismo y has logrado el éxito definitivo; eso es progreso. Y no considero necesario ni siquiera empezar a luchar conmigo mismo. Es como si Rusia declarara la guerra a Rusia. Absurdo". Las imágenes aéreas de Karabash muestran una superficie que parece extraída de Marte. "Para mí cualquier cambio es una mierda. Cuando cambias algo empiezas a pensar: '¡Joder!', y empiezas a recordar otros tiempos".

En agosto de 2016, la tierra tembló en el centro de Italia, dejando pueblos enteros destruidos y miles de familias sin hogar. Los protagonistas de Vulnerabile bellezza son un matrimonio y sus hijos que tratan de reconstruir sus vidas tras perder casi todo. El objetivo a corto plazo es el de conseguir una nueva casa en esas mismas montañas donde perdieron la suya. Es un apego a la tierra que surge de la necesidad (en este caso, ellos viven de una granja) y que finalmente les lleva a conseguir ese hogar que muchos otros afectados por el terremoto no han logrado todavía, como se comenta al final del documental.
El director adopta una posición casi invisible, ofrece la información necesaria a través de los diálogos de los protagonistas y nos introduce en esa vida campesina en medio de un paisaje hermoso pero también vulnerable. La historia está narrada con la misma estructura que Camagroga (Alfonso Amador, 2020), utilizando las estaciones del año para mostrar los pasos que va dando esta familia hasta alcanzar su objetivo. Y a lo largo de la película escuchamos, en estas divisiones temporales, la historia de un soldado, una especie de cuento infantil que al final se nos desvela como revelador. Es un documental que nos ofrece una visión cercana, optimista y positiva. No hay tragedias personales porque la tragedia real ya ocurrió, es la que sobrevuela en toda la historia.
Otra tragedia, esta vez provocada por la especulación inmobiliaria, es la que se produce en las familias que habitaban el barrio de Aleixo en Oporto. Durante siete años, el director del documental A nossa terra, O nosso altar (André Guiomar, 2020) ha acompañado a algunas de estas familias en su enfrentamiento contra la orden de derribar las torres que formaban el barrio, con el objetivo de acabar con la peligrosidad y la venta de drogas, pero con una intención más cercana a la reurbanización de la zona, privilegiada en sus vistas. "Los pobres no tienen derecho a mirar al río", escribe una de las protagonistas en una pared.
Estos siete años de crónica de la vida de estas familias comienzan en 2013, y divide claramente el documental en dos partes. La primera muestra con acierto un sentimiento de comunidad, de vida en común en la que los vecinos se ayudan entre sí y realizan parrilladas en los pasillos. No hay realmente una información previa sobre quiénes son y cuál es su medio de subsistencia, pero sabemos que esas torres de pisos fueron ocupadas y que la venta de drogas es habitual. Una de las familias se reúne alrededor de la televisión para ver la demolición de la torre 4, como si se tratara de una película. Pero es una realidad que ocurre muy cerca, y que con toda seguridad les acabará tocando a ellos.

En la segunda parte, que se desarrolla en 2019, el cambio es radical. La luminosidad del principio da paso a una sensación de tragedia, de abandono, subrayada además por el fallecimiento un año antes de uno de los jóvenes protagonistas de la primera parte. No tenemos mucha información sobre su muerte tampoco, pero es fácil imaginar el fantasma de las drogas nuevamente. "Esto estaba lleno de niños antes. Ahora está vacío", se lamenta la madre. Pocas familias quedan ya en la torre que permanece en pie. Al final, hay una fiesta, pero es una fiesta triste, de despedida, de impotencia. La última torre fue demolida en junio de 2019.