Ocupo el asiento con la fiereza de los marines estadounidenses al erigir su bandera en la batalla de Iwo Jima, pues es hora punta en la piscina municipal, seis de la tarde de un jueves cualquiera, en medio del hervidero de madres y niños saliendo y entrando y cambiando a sus retoños en la misma entrada de la puerta de la clase de taekwondo.
Marcar el terreno con bravura y tener la osadía de sacar un libro -¿un libro? ¡Un libro!- a plena luz, visible, ostentoso y permanentemente sospechoso entre teléfonos inteligentes y tabletas...
Y luego, hacer como que no veo, no miro, no escucho: imagino que el joven sentado a mi derecha no es alumno de mi colegio y él hace, también, como que no me ve, apartarme de la rabia del de la izquierda, infante consentido que pega a su madre con un calcetín porque ella no atendió sus exigencias a la primera orden tirana...
Pasar la hoja, sujetar apenas el marcapáginas, seguir leyendo.