Revista Cine
A todos nos gusta leer. A todos nos gusta viajar. Y por eso leer viajando es la hostia, y viajar leyendo ya ni os cuento. A veces, sin embargo, los dos placeres, en lugar de sumar, se multiplican, dando lugar a una experiencia que queda para siempre en nuestra memoria. En mi caso, aunque he viajado mucho y leo bastante, esa feliz combinación indisociable no se ha dado tanto como desearía. He disfrutado muchísimo de los viajes y he disfrutado muchísimo de los libros, pero casi siempre han sido dos experiencias paralelas. Recuerdo, por ejemplo, que en mi viaje a Marruecos leí Middlemarch, de George Eliot, el Pickwick, de Dickens, y la Regeneration Trilogy, de Pat Barker, pero no tengo ni idea de qué leí cuando visité Polonia, México o Bolivia (aunque probablemente sí recuerdo los libros; simplemente en mi memoria no están asociados a aquellos viajes).
En definitiva, esa experiencia lectora casi mística en mi caso se ha dado en las contadas ocasiones en que he dado con el libro acertado, único, para el viaje; ése, y no otro, en el que las calles, paisajes y personas que me rodeaban se fundieron con las palabras, escenarios y personajes de las páginas.
Me pregunto cómo habrá envejecido esta novela, pero sospecho que no muy bien. Wolfe la publicó en el 87, pero a España no llegó hasta dos años más tarde. En casa la compró mi padre, y aquel verano me la llevé conmigo a los EEUU. Tenía yo en aquel entonces 20 años y salía por primera vez de casa, como quien dice. Iba a Estados Unidos para trabajar dos meses en un campamento de verano y pasar luego un mes viajando. Cualquiera que haya visitado Nueva York puede dar fe de que la ciudad causa una impresión difícil de describir. Se trata de un lugar donde uno se siente en casa desde el primer momento, pues en NY nadie es extraño, y tenemos la sensación de que todo nos resulta familiar, de tantas veces que lo hemos visto en la pantalla. No deja de acompañarnos la extraña sensación de que estamos en una película en la que todo es real. Pues bien, imaginad la impresión que le causó a un pardillo de 20 años llegar a la ciudad, en aquel taxi conducido por un vietnamita más ocupado en mostrar el dedo y gritar fuck you! a todo quisqui que en mirar por dónde iba. Hélas, llegados a nuestro destino, vi cómo mis amigos entraban en aquel albergue de la calle 88, lleno de chicos y chicas de todo el mundo, mientras a mí, cosas de la organización, me metían en otro taxi y me despachaban zumbando a la Estación Central, en la calle 42, donde tenía que comprar un billete para ir a las Montañas Catskill (para mí entonces, el culo del estado de Nueva York) y pedirle al conductor del autocar que me dejara bajar en el Red Apple Restaurant (descubro al escribir esto que dicho restaurante era toda una institución en la zona, y que cerró hace unos años), desde donde tenía que llamar al campamento para que me vinieran a recoger. Era de noche ya cuando salió el autocar.
¡Vengan a buscarme, por favor!
Luego me resarcí de aquella triste llegada interruptus a la Gran Manzana, y, después de que me medio-expulsaran del primer campamento y antes de que me asignaran el segundo, pasé tres semanas pateándome la ciudad, los museos, asistiendo a una misa en Harlem, a conciertos en Central Park y saliendo cada noche con gente distinta que conocí en el youth hostel. De lo que viví en el primer campamento, dirigido por un ex-marine de 70 y pico años, y en el siguiente, un campamento cristiano, podría escribir una entrada bastante extensa. Pero lo importante es que, afortunadamente, entre cabañas con nombres indios, lagos, ciervos, mapaches, mofetas y algún que otro oso negro, en todo momento estuve acompañado por las 900 páginas del libro de Tom Wolfe.
La Nueva York que conocí. Creo que no la cambiaría por la de hoy.
En mi campamento trabajábamos con lo que se llamaba "underprivileged children", es decir, niños de familias desestructuradas del Bronx y Harlem, principalmente. Alguno que otro de aquellos niños crecía solo, abandonado por uno de sus progenitores y malviviendo con el otro, drogadicto. Otros eran capaces de hablar del tiroteo en que alguien se cargó a su tío como aquí podemos hablar del partido del domingo. En definitiva, aunque no era la norma y posiblemente la gran mayoría procedían simplemente de familias sin recursos, para todos ellos la violencia formaba, de alguna u otra forma, parte de sus vidas. Y durante mes y medio, ese mundo del que venían, el del Bronx cuando era el Bronx (hoy la cosa ha cambiado mucho y para bien, dicen), ese crisol de razas, y esa forma de hablar ("yo yo yo, mira!" en inglés en el original) me los encontraba tanto en la página del libro como al levantar la vista de él. El mundo de los yuppies no llegué a conocerlo tan de cerca.
Uno de los campamentos en los que trabajé
Decía antes que no sé cómo habrá envejecido La hoguera de la vanidades. Para los que no lo conozcáis, os diré simplemente que durante un par o tres de años fue EL libro de Nueva York, o, cuando menos, el libro que mejor reflejaba aquel fenómeno social que a finales de los 80 alcanzaba su clímax, aquel mundo, el de los yuppies (qué antigua suena la palabra), que se creyeron por un tiempo los Amos del Universo. El protagonista (¿Sherman?, escribo esto de memoria) es un agente de bolsa que lo ha conseguido todo, que está en la cima y bla bla bla, pero un día se pierde con el coche y acaba en lo más profundo del Bronx, donde se mete en un buen lío, momento a partir del cual empieza su caída. Contada así, no es una historia demasiado original, pero la verdad es que el libro está muy bien escrito, y que reflejaba a la perfección la relación entre las distintas capas de la sociedad en aquella época y lugar. Cuando un libro es tan escrupulosamente fiel a un momento preciso de la historia, pueden suceder dos cosas: que alcance la intemporalidad, o que su grandeza sea completamente efímera. ¿Habrá ardido esta obra junto a aquellas vanidades tan ochenteras?
Años más tarde, emprendí un viaje desde México a Colombia. No sé si fue en Oaxaca o en San Cristóbal donde conocí a una chica norteamericana que estaba leyendo un libro enorme, con una portada bastante bonita y con un título muy curioso. La chica se deshizo en elogios hacia el libro, y como parecía saber de lo que hablaba, en cuanto lo encontré en una librería me hice con él.La larga noche de los pollos blancos transcurre entre Guatemala, donde lo empecé a leer y, creo recordar, Nueva York. Es una novela extraordinaria, una especie de thriller político mezclado con la historia de Guatemala, una exploración de las relaciones familiares y una historia de amor.
Puede parecer cutre, pero el servicio es más eficiente que en otro país que yo me sé
Recuerdo la emoción que me producía leer los capítulos situados, por ejemplo, en el lago Atitlán, en Chichicastenango (¡Chichi, Chichi!, gritaban los conductores en la estación de autobuses), Huehuetenango (¡Huehue, Huehue!), Antigua o ciudad de Guatemala (¡Guate, Guate!), sitios que yo acababa de visitar hacía apenas unos días. Ciudad de Guatemala es posiblemente la única ciudad del mundo donde he pasado miedo. Salí una tarde a dar un paseo y aunque no vi nada ni nadie sospechoso (en realidad no vi nada, la ciudad estaba sumida en una oscuridad casi absoluta), podía respirarse el peligro. Me volví al hotel y a las 8 ya estaba encerrado en mi habitación con el señor Goldman, quien confirmó lo fundados que eran mis temores. Tampoco es que en el hotel se respirara mucha seguridad. Corrían por él hordas de adolescentes con las hormonas a flor de piel que parecían buscar una habitación vacía para entrar a hacer vete tú a saber qué.Todavía me acompañó el libro cuando fui a la selva a ver los quetzales y en la cabaña me peleaba con insectos que parecían palomas, o cuando en el camión que me llevó a Uspantán conocí a un antiguo guerrillero. ¿Nos habíamos visto antes? Estuve a punto de preguntarle si conocía a Francisco Goldman.
Un año más tarde, hallábame yo una noche tomando el fresco en la terraza de mi hotel en Varanasi, frente al Ganges, cuando un chico italiano se me acercó:-Perdona, ¿eres español?Entonces caí. El año anterior, él, yo y unos pocos mochileros más habíamos cruzado en una camioneta la frontera entre México y Guatemala. De hecho, habíamos pasado luego un par de días juntos. En fin, una de esas casualidades de la vida mochilera. Dicen que la India transforma a todo aquél que la visita. Si conocéis a alguien que haya estado allí, coincidiréis en que volvió muy místico y vestido de una forma mu rara. Y desde luego, con unos cuantos kilos de menos. Pero esa transformación también se debe a que, a diferencia de lugares como Nueva York o Buenos Aires, si viajas solo a la India, pasas mucho tiempo solo. Allí conocí a gente que me confesó que en dos meses habían leído más libros que en toda su vida.El llamado choque cultural, que hace que algunos viajeros no aguanten allí más de unos días (en mi caso, viajé con un amigo que se volvió a España al cabo de una semana), se debe más a la pobreza que a la cultura (que también). Uno puede (o podía; espero que la situación haya mejorado algo) salir del Hotel Taj Majal, el más lujoso de Mumbai, tras visitar su excelente librería, y cien metros más allá, encontrarse con un bebé cubierto de moscas y llorando al lado de su madre, tendida en el suelo y aparentemente muerta.
Toda una aventura subirse a uno de esos autobuses. Reducen la velocidad, pero no se paran.
Hijos de la Medianoche es un libro que releeré pronto. Cuenta la historia de un chico nacido justo en el momento en que la India conseguía la independencia y me pareció una maravilla, pero aparte de eso, apenas recuerdo nada de él. Me quedan en la memoria un puñado de escenas y sobre todo ese ambiente, esas historias y esos personajes que parecían entrar y salir del libro. Recuerdo la descripción de aquellos minúsculos talleres y tiendas, amontonados unos sobre otros, donde la gente trabaja, come y duerme, situados en Mumbai, Delhi o Varanasi, en callejones con un palmo de barro y orín, con infinitos recovecos y pasajes donde, cómo no, solían encontrarse los albergues más populares. Recuerdo, por poner otro ejemplo, leer las páginas sobre los parsis y su costumbre de dejar que los buitres se coman a los muertos, a quienes dejan en las Torres del Silencio, en Mumbai. Ah, me dije semanas más tarde, ahora entiendo qué era aquel sitio que fui a visitar y en el que no se podía entrar. Era una tarde de monzón, y yo, perdido en algún lugar cerca del Himalaya, donde debí de leer casi 200 páginas de un tirón, volví momentáneamente a la fascinante ciudad de Mumbai. Es curiosa la relación del viajero con Mumbai. Llega uno y piensa que está en el paradigma de ciudad del tercer mundo. Dos meses y medio después de vagar por el país, vuelve a la ciudad y se siente como en Nueva York. Pero en fin, todo esto, que daría para otra entrada, sucedió hace ya muuucho tiempo.
La India, como digo, permite -exige- muchas lecturas, sobre todo si uno pasa allí diez semanas. Son muchas ciudades y pueblos donde no hay absolutamente nada que hacer por la noche, muchas pensiones y hoteles donde no hay más huéspedes que el menda, muchos viajes larguísimos en tren, y muchas horas de espera en las estaciones. Como curiosidad, diré que me había preparado para el viaje con Pasaje a la India, una gran novela que, sin embargo, no me ayudó demasiado a hacerme una idea de lo que me iba a encontrar allí. Por eso, una vez en Mumbai, me compré Malgudi Days, un libro de relatos de R.K. Narayan, uno de los grandes de las letras indias. A diferencia del libro de Rushdie, que leí a continuación, los relatos de Narayan no transcurren en la, no me cansaré de insistir, maravillosa Mumbai, sino en la pequeña ciudad ficticia de Malgudi. Pese a que ésta se encuentra en el sur, adonde no fui, la experiencia de recorrer el Rajastán, Maharashtra o Uttar Pradesh tras haber leído esas historias fue igual de intensa que la posterior lectura de Hijos de la Medianoche. Algunos libros más tarde, le tocó el turno a V.S. Naipaul, que escribió una excelente trilogía de ensayos sobre la India titulados An area of darkness, India: a wounded civilization, e India: a million mutinies now. Los tres son una joya, tanto si conocéis el país como si no, pero hay que decir que Naipaul, que es de Trinidad, aunque de origen indio, es tremendamente crítico con la tierra de sus ancestros. En cualquier caso, estos tres libros los leí hacia el final del viaje, y me ayudaron a entender un poco mejor todo lo que estaba viendo, oliendo, oyendo, comiendo, tocando, respirando, expectorando... El tercer y más voluminoso volumen de la trilogía lo terminé, tras una lectura frenética, en el avión que me trajo a Barcelona de vuelta de uno de mis viajes más inolvidables.