Revista Cultura y Ocio
En la condicional de los conocidos versos de Pedro Salinas «¡Si me llamaras, sí; / si me llamaras!», el grado de improbabilidad puede depender del día del amante; pero la firmeza de su deseo es tan grande como su determinación en caso de cumplirse: «Lo dejaría todo». En el título Si esto fuera una novela (Mérida, De la luna libros, 2023) no se apreciaría deseo alguno si la apódosis fuese algo así como «no estaría en esta sección de la librería». Sin embargo, el título de este libro testimonial e íntimo de Pilar Galán no es más que un deseo irrealizable, el que cabría formular como Ojalá esto fuera una novela. De serlo, sus componentes, desde los espacios a los personajes, podrían ser ficticios, y los acontecimientos deseablemente no vividos. Sin embargo, no. La contundente realidad de la madre muerta convierte la expresión del deseo en un intenso lamento. Por eso, leemos: «Si esto fuera una novela de verdad y no un río o un arroyo cuajado de margaritas o un charco convertido en espejo de hielo, o un regalo en el que un palo o un junco caprichoso dibuja ondas una siesta aburrida de agosto, podría mentir y revestir este capítulo con el halo sobrenatural de un amanecer en el que, como los amantes de la película, el lobo y el halcón, por fin pueden encontrarse una madre y su hija» (pág. 138). «Podría mentir», dice la narradora con toda claridad. La película es Lady Halcón (1985), que merece un capítulo del libro con ese título (págs. 135-141), que evoca la leyenda medieval de los amantes condenados al amor imposible de ser ella halcón de día y él un lobo por la noche y a verse tan solo un instante al amanecer, como metáfora muy sugerente de lo fugaz que es el momento en que confluyen la madre necesitada convertida en niña y la hija ya adulta encargada de los cuidados de su otra. Pilar Galán ha escrito un libro emocionante. Estuve de acuerdo con uno de sus personajes —la hermana mayor—, que me dijo que es de lo mejor que ha publicado. Y no por el puro y descarnado sentimiento del recuerdo de una pérdida («Por eso escribo. Por eso duele tanto lo que escribo, porque cada palabra sostiene el peso de las que no están, porque cada palabra trata de llenar un vacío y al mismo tiempo, dejar en blanco el recuerdo de una ausencia que no puede leerse entre líneas», pág. 145), ni por la función que la escritura tiene como «tabla de salvación» (pág. 212), ni por la cercanía de lo real vivido y de unos personajes identificables y conocidos por tantos lectores («Para qué la ficción si la realidad siempre está por encima de la literatura», pág. 69). No. Si esto fuera una novela es brillante por la naturalidad y la sencillez puestas en lo que con sigilo se hace grande, como quien teje una labor de punto que va creciendo o una colcha de lana sin que se le noten las costuras (pág. 213); por la constante autorreferencialidad al texto, a la escritura que va avanzando por tanteo («Este libro avanza solo, pero no en línea recta», pág. 109), con muchas dudas, como un devaneo de la memoria y sobre la figura principal evocada, a costa, sí, de un padre secundario. Es brillante porque no da puntada sin hilo sobre un texto que es un entramado de piezas, sabiamente conectadas, a través de motivos recurrentes o hilvanes —los cuchillos que escondía la hermana mediana y que aparecen desde el principio hasta el final— o por el eje que es un capítulo como «Balance», único encabezado por un lema —de Michi Panero—, vigésimo de cuarenta y tres, y fundamental por sus conexiones con otros momentos del texto y para el sentido de todo. Un extraordinario libro de familia. P.S.: propongo a Pilar taka-taka como nombre de aquel juego de las bolas que no logró recordar (pág. 135); y la expresión que escuché de Elena Vilariño sobre su tía Idea, la escritura uruguaya, para decir que se le daban bien las plantas, como al don Alfonso de los últimos años: «tenía mano verde».