Peña de los 20 duros (en una cresta montañosa próxima a Navalguijo)
El granito está en el origen de la tierra que pisamos. Él forma el grueso de los cimientos de los continentes. Esta roca plutónica, constituida esencialmente por cuarzo, feldespato y mica, es la roca más abundante de la corteza continental. Se produjo al solidificarse lentamente y a muy alta presión el magma silíceo proveniente del manto terrestre (o de materiales sedimentarios profundos sobrecalentados y derretidos). Hoy aflora en gran parte de nuestras montañas peninsulares.
Conozco personalmente tres parajes graníticos singulares entre los que se desarrollan algunos capítulos de mi biografía. El primero, en plena adolescencia, fue el macizo Galáico Leonés. Éste se formó hace mucho tiempo (el paleozóico) y ha sido fuertemente erosionado durante eones aunque sufrió algún plegamiento en la orogenia alpina. Pero, aparte de estas explicaciones técnicas, lo que yo recuerdo de él son las rocas del monte Aloya (Tui) donde subíamos de excursión: rocas viejas, verdinegras por la acción de los musgos y las algas; desgastadas y semienterradas por la hierba, lamidas incontables veces por la lluvia gallega, rodeadas de vegetación...
Otro paisaje granítico, que conocí en plena juventud, fue el Sistema Central. Lo visité con mi profe de Geología, El Plasti, que nos acercó a La Cabrera y a la laguna de Peñalara. La verdad es que de aquella excursión recuerdo más la bella topografía adolescente de mis compañeras de clase que la geología serrana. Después me acerqué a él, con el vulcanismo hormonal apagado de la madurez, y lo descubrí por mi cuenta en muchas excursiones por la Sierra de Guadarrama. La Senda Smith, Siete Picos, La Calzada Romana... fueron la figurada mesa de minerales graníticos que utilicé para su estudio in situ. Por último citaré el lugar más impactante, el que produjo un golpe mineral más certero en mi infancia: El Macizo de Gredos.
Esta prolongación del Sistema Central se extiende al OE de Madrid y entra en la provincia de Ávila. Existe allí un pueblecito encantador, Navalguijo, que fue base de nuestros campamentos infantiles desde el año 1968 a 1975. Allí el contacto con este duro mineral se hizo íntimo. Acampábamos en sus valles, a orillas de un río cristalino que se alimentaba de chorreras heladas y neveros, con un agua prístina. Estábamos rodeados por altas montañas, murallas graníticas de un gris poderoso e incluso amenazador (quién no haya pasado una noche al raso en medio de tormenta plagada de rayos y truenos entre estos gigantes pétreos no conoce realmente lo que es el terror). Nos bañábamos en pozas escavadas por el agua en las rocas. Pescábamos truchas con nuestras propias manos entre las piedras del río. Hacíamos excitantes carreras saltando peligrosamente entre los grandes cantos rodados del cauce... Solíamos terminar aquellas excitantes actividades haciendo un chocolate exquisito en grandes latas de conserva vacías utilizando el mismo agua de la corriente y rallando aquellas pastillas de La Trapa tan ricas... Y, sobre todo, recorríamos los valles y montañas en agotadoras marchas que nos entrenaban en la dureza, pero que nos hacían gozar el cielo de los escaladores, del paraíso de los senderistas.
Poco a poco, imperceptiblemente, creció mi amor por estas piedras, desapercibidas por lo comunes; pero de cualidades excepcionales. La dureza del granito, por ejemplo, es extraordinaria. Posee cuarzo, mineral durísimo (7 en la escala de Mohs). Mica, normalmente biotita de color negro brillante y feldespato que amalgama los anteriores y de color blanco o rosado generalmente. Esta roca, que los arquitectos llaman berroqueña, posee unas propiedades óptimas para la construcción: gran dureza, resistencia a los golpes y los roces, mejor soporte de la presión que el hormigón, no absorbe agua, admite el tallado... por eso, los mejores edificios conservados de la antigüedad están hechos de granito, destacando las pirámides de Egipto. Lo único realmente difícil para los antiguos canteros era su pulido, pues existen pocos minerales más duros que el cuarzo que se pudieran emplear como lija. Los egipcios fueron maestros en su manejo: tenían grandes canteras y utilizaban técnicas muy ingeniosas para cortarlo (entonces no existía el hilo de diamante para hacerlo, como ahora): encendían fogatas alineadas en el lugar deseado y, tras calentar intensamente la línea de los fuegos las apagaban de golpe con agua fría. Entonces ocurría algo asombroso: se escuchaba un fuerte crujido y la piedra se partía limpiamente a lo largo de la fila de hogueras. De esta manera cortaron obeliscos de hasta 32 metros o más.
En Navalguijo, enclavado entre montañas macizas de este mineral descubrimos auténticas maravillas minerales como perfectos prismas exagonales de cuarzo cristalizado, hermosos cristales de biotita, incluso galena argentífera en una mina abandonada que se explotó durante la Segunda Guerra Mundial. De la dura aspereza de su textura dan fe las sangrantes patitas del perro del capellán del campamento al que hubo que calzar unas "botitas" hechas con bolsitas de cuero. A veces, coronando las crestas montañosas divisábamos intrigantes "piedras caballeras" en posición inestable, dando la impresión de echarse a rodar en cualquier momento. Estos bolos de granito se habían formado por la erosión diferencial de sus elementos (siendo la parte inferior la que antes se desgastó) y están redondeadas debido al azote de los agentes erosivos (lluvia y viento). La más famosa de todas era la mítica "Peña de los 20 duros" que se recortaba contra el cielo en la cresta de la pared rocosa del valle. Una leyenda corría de boca en boca sobre el curioso nombre de aquella enorme roca granítica. Se decía que dos jóvenes acamados habían hecho una apuesta: se trataba de que uno de ellos debía subir hasta la peña y bajar en menos de 30 minutos. Se cruzaron apuestas y se cronometró la ascensión. El temerario joven consiguió acabar esta carrera de montaña (hoy es un duro deporte oficialmente reconocido) en el tiempo previsto y ganó la apuesta: 20 duros (100 de las antiguas pesetas). Desde entonces la roca quedó bautizada con ese nombre.
Yo, saco esto a colación, porque en una de mis visitas senderistas a la Sierra de Guadarrama y, muy próximo a La Granja, siguiendo el camino que acompaña al curso del Eresma desde Valsaín, encontré este trozo de granito rosa que os presento. No es el grantio gris de mis historias (en el interior peninsular el granito de este color es mucho más raro); pero sirve para remover los recuerdos y hablaros de este interesante mineral que nos rodea por todas partes y que, a la larga, ha producido el suelo que nos sustenta bajo los pies.