Revista Cultura y Ocio
Siempre recordaré las playas del Báltico. Por ellas paseábamos hace más de 30 años mi mujer y yo buscando el preciado ámbar entre las piedrecillas que el mar arrojaba a la arena. La región báltica alberga la mayor concentración de esta piedra semipreciosa del mundo, alcanzando el 80% del total existente y debía resultar sencillo -pensábamos- encontrar alguna. Este ámbar procede de la resina de antiquísimas especies de coníferas, hoy extintas, que poblaban la zona hace más de cuarenta millones de años. Era nuestro viaje de novios y teníamos la esperanza de convertir alguna de aquellas bellísimas piedras fósiles en amuleto de nuestro amor. Al final, tuvimos que conformarnos con comprar algunas sencillas joyas de recuerdo. En aquel paseo de playa, no encontramos ninguna.
Pero siempre admiramos aquellos guijarros pulidos y relucientes que parecían hechas de miel solidificada. Siempre sentimos curiosidad por este mineral fósil (el único que proviene directamente de una especie vegetal). Siempre pusimos interés en conocer su origen, en saber de sus propiedades, en conocer los secretos que encierra. El ámbar ha sido empleado como objeto precioso desde la prehistoria, lo cual no es extraño pues su color, su textura y su calidez le hacen especialmente deseable como adorno personal o como amuleto. Y también se usó en medicina o con propósitos religiosos. Los griegos descubrieron su fascinante propiedad electrostática de atraer objetos livianos como la lana al ser frotado.
Aunque lo que ha dejado asombrado al mundo científico son las inclusiones de material biológico que algunas de estas piedras fósiles poseen. Hay que pensar en las prodigiosa oportunidad que estas cápsulas del tiempo ofrecen para estudiar, o incluso recuperar, especies extinguidas. Steven Spielberg, en su película Parque Jurásico, nos mostró a todos la posibilidad de recrear especies de dinosaurios a partir del ADN de sangre conservada en mosquitos hematófogos apresados en gotas de resina fosilizadas en ámbar. Imaginemos la historia: un mosquito hembra se posa sobre la dura piel de un dinosaurio, localiza un capilar, e inyecta su larga y afilada probosis. El inicio del pinchazo se acompaña de una pequeña expulsión de saliva para lubricar "la aguja" y narcotizar la zona con el fin de que el gigantesco saurio no la perciba, al tiempo que tiene también propiedades anticoagulantes para asegurar la fluidez del plasma. Tras llenar su abdomen con la sangre transfundida se aleja volando. Entonces, quizás, el dinosaurio percibe la picazón y realiza un movimiento brusco con sus patas delanteras que arrojan al mosquito contra el tronco de una conífera próxima. Allí, al contacto con una gotita de resina, el mosquito queda atrapado en esa excreción pegajosa. La resina, que fluye lentamente de la fractura de una rama acaba engulléndolo y muere. El mosquito ha quedado enterrado, sin aire que lo pueda descomponer, en una cápsula herméticamente cerrada. Con el paso de los años el árbol acaba cayendo y es enterrado por los aluviones de lodo procedente de las crecidas del río cercano. Allí aguarda millones de años, bajo el peso de toneladas de tierra acumulada. La resina se torna ámbar y el mosquito se mantiene fresco y retractilizado en su envoltorio anaeróbico. Un día es encontrado por un geólogo y... - ¡Santo Dios: si tiene una inclusión de mosquito con el abdomen repleto de sangre!. El resto lo tienes bastante bien contado en la película de Spilberg (aunque el guión se basa en la novela original escrita por Michael Crichton).
¿Fascinante verdad? Pues siento desilusionarte, querido lector: las cadenas de ADN, incluso en óptimas condiciones de conservación tienen una vida media de solo 521 años. El ADN de aquel saurio mítico sería ahora un revoltillo de aminoácidos. Pero quién sabe... "Las ciencias adelantan que es una barbaridad", que decía mi madre. Quizás algún día sea realmente posible. Nuestra cápsula del tiempo sigue a la espera de quien sepa aprovechar lo que hay en su interior. De momento lo que nos permite es también deslumbrante: muchísimas especies y su delicada morfología se conocen hoy día gracias a estas piedras-sarcófagos.
Hace tres años visitamos en Cantabria la espectacular cueva del "Soplao". Además de la impresionante visita por las galerías, en la recepción de visitantes, está expuesta una interesantísima exposición de piezas de ámbar encontradas en la carretera de acceso a la mina. No hace muchos años que en España se han descubierto yacimientos de un ámbar excepcional, la mayoría del Cretácico. Actualmente están en marcha varios proyectos de estudio de las miles de inclusiones de artrópodos que presentan algunos de ellos. Además de pequeñas avispas, moscas, chinches, arañas, cucarachas y mosquitos chupadores de sangre que se alimentaban picando a los dinosaurios; el ámbar de El Soplao encierra una tela de araña que ha llamado poderosamente la atención de los científicos.
Así es que, aunque jamás en mi vida encuentre mi pequeño amuleto de enamorado, no me sustraigo a recoger unas humildes muestras de la resina de unos cuantos pinos en las proximidades de La Virgen de la Hoz, en las cercanías de Molina de Aragón. Allí, en la senda resinera -una ruta didáctica sobre el aprovechamiento de la resina de los pinos para la obtención de aguarrás- recogí estos trozos de resina solidificada, el primer paso para que se conviertan en ámbar. Quizás si los entierro un kilómetro bajo el suelo y espero unos cuantos millones de años tenga mi propio ámbar, mi propio talismán de amor.