Las noticias de las últimas semanas, en diversos temas, tienen un factor común, los ciudadanos parecen mostrarse sorprendidos ante el poder, olvidando que ellos mismos alimentan sus propios Leviatán.
Las revelaciones de Wikileaks, no deberían causarnos mucho impacto. Es sabido que los Estados se espían mutuamente, de diversas formas, y que siempre buscan conocer detalles íntimos de sus adversarios (no existen los amigos en las RRII), sus gobernantes y ciudadanos.
En este sentido, el realismo en las Relaciones Internacionales –la pugna por monopolio del poder- sigue siendo el principio rector.
La lógica del poder no es otra que su preservación, lo que implica su concentración. Por eso, diversas formas de poder (eclesiástico, político, corporativo, militar) a lo largo de la historia, siempre han tendido a concentrarse en busca del mayor monopolio posible, para extenderse e imponerse sobre los individuos en todo sentido. Sea cual sea el carácter y la tendencia ideológica de quienes lo detentan, tiene el riesgo de abrirse paso como un monstruo.
Para cumplir tal propósito, se ha sustentado en entelequias como la palabra de dios, la razón de Estado, el bien común, la voluntad popular, la patria, o lo que sea, adoptando en todos los casos una filosofía pragmática, que como diría Rothbard, es su inclinación natural.
Se revela entonces una fuerza brutal al servicio del poder en sí, que pasa a llevar toda lógica moral, ética e incluso espacial y temporal en desmedro de los individuos.
Pero ¿Quiénes concentran el poder? La paradoja se hace evidente como una ironía, porque la respuesta no es otra que, nosotros.
Irónicamente, las personas tienden a favorecer la concentración del poder, en vez de propiciar la atomización de éste. Con eso, a largo plazo le conceden todo el poder al poder mismo.
En general las personas pidiendo más policías, o más regulación, o más ejércitos, o más impuestos, o más leyes, y en definitiva más control, fortalecen a ese monstruo, que luego monopólico e indómito, los impacta en algún momento, y dispone de ellos como si fueran simples instrumentos suyos.
Y los golpea más aún, cuando el impacto del poder rompe con esa extraña e ilusa adoración y confianza, que las personas en general tienen en ciertos detentadores del poder, a los que convierten primero en sus príncipes y luego en sus Leviatán.
Aún cuando despojados de todo poder, desnudos ante el poder concentrado, para los individuos “no hay libre ejercicio, ni de juicio ni de sentido moral, sino que se colocan en el mismo plano que la madera, la tierra y las piedras; y quizá se pudieran fabricar hombres de madera que sirviesen tan bien a ese fin”. Henry David Thoreau.
En este sentido, todos somos maquiavélicos.