Revista Cultura y Ocio

Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio...

Por Calvodemora

No hay que contar mucho de uno mismo a los demás. Nada que exceda la narrativa modesta de los pequeños vicios. Todo lo que ahondes, esvicios. Todo lo que ahondes, ese exceso que se da sin rubor, el desprendido con ardor y entusiasmo, acaba por venirte en contra y herirte. Lo mejor es decir lo justo, no excederse, explayarse únicamente en las anécdotas o en afinidades triviales, en si te enamoraste bien joven o tardó el amor en hacerte débil, en si te agradan los días grises o te entristecen, en decantarse por las películas de guerra o por las románticas, cosas así, nada que diga más de la cuenta de lo que somos, lugares comunes. Nada más allá de contar la manera en que ocupas las tardes o decir el bar en que sirven el mejor café del pueblo o relatar aquella ocasión en que llegaste ebrio a casa (sólo estoy achispado, aclaraste tú) o cuando aprobaste las oposiciones o diste el defectuoso primer beso. El tiempo que tardas en contar tu vida es tiempo de menos que tienes para vivir lo que no haría falta contar. Es mejor que sean los otros los que argumenten y razonen, los que no dejen nada por decir y a nada le pongan reparo en airearlo, hasta lo más privado, lo que perturba escuchar, lo que no hace falta saber. En realidad, es poco lo remarcable, lo que de verdad ha de ser contado, pero hay quien no sabe estar callado y lo larga todo con más o menos encanto, con mayor o menor credibilidad. A quien escucha le molesta que te abras en demasía. No es agradable saber tanto, piensan ellos, mientras tú, caso de que seas de esos, les enseñas el corazón y explicas lo divino y lo humano, cuando caíste, cuando te levantaron o si fuiste tú el que puso pie y arrimó la voluntad para erguirte. Hay que desconfiar de quien deliberadamente te lo da todo y te lo da sin la reserva prevista, la que tú opondrías en el intercambio, la razonable. Es un arte maniobrar bien en esa destreza, la de la desconfianza. No creer es una disciplina dura porque hemos nacido crédulos. Nos han contado que hay un Dios y un cielo, unas normas que cumplir y un orden que velar. Hay quien, por el contrario, no suelta prenda nunca, jamás actúa con naturalidad, obra con cautela las más de las veces, del que no sabemos nada y al que sin conciencia de la entrega le ofrecemos todo. No eclosiona con ellos el afecto, aunque en ocasiones sintamos por ello una especie de cercanía. Uno anda ahí en medio, sin afirmar una postura, ni bosquejarla siquiera, convencido de que tratar con los demás es un conflicto que debe afrontarse. No hay otra, no es posible que exista una posibilidad alternativa. Estamos en ese escenario, somos los actores de ese teatro. Los otros son los de ahí al lado, con los que te cruzas a diario o los íntimos, los amigos de toda la vida y los recientes, la famila. Además nos enredamos en contar en el formato erróneo, caemos en el vicio de dejar constancia de nuestras conversaciones en redes sociales. Ayer vi a alguien andar delante mío en completo estado de desquicio. Hablaba al móvil, imagino que enviaba un mensaje de audio. Faltó poco para que un coche se la llevara por delante. La mujer (mi edad, poco menos) no se inmutó y continuó su parlamento. Dejó de ir al lado suya y seguí yo mi camino. Al volverme, por comprobar si estaba todavía de cháchara, no la vi inmediatamente. Fue más tarde, en un cruce. No había soltado el móvil. Estaba escribiendo a la espera de que el rojo mudara a verde en el semáforo. Temí por ella, lo juro. Lo único que pensé, una vez la perdí de vista, fue en lo insoportable que debía ser una conversación normal con ella, en si saldría ileso o afectado de manera eventual y pasajera o continua. No sé qué contaría, a quién daría el beneficio de todas las revelaciones.


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