No puedo evitar ser presumida, es algo congénito; pero a la vez, soy poco constante con las cremas y tratamientos faciales varios. Después de muchos años de gastarme un dineral en cosméticos que acabo tirando (porque de no usarlos se convierten en una masa amarillenta grumosa) he llegado a varias conclusiones muy personales:
– Envejecemos como podemos o como nos dejan. Una parte importante es la genética, pero también la alimentación, el deporte, los disgustos, etc. Las cremas caras no evitan que te conviertas en una señora mayor. Las baratas tampoco; pero se disfruta mucho informándote, comprándolas, poniéndotelas. Los cosméticos son placebos relajantes que no te rejuvenecen, pero hacen que te sientas mejor.
– Aceptar que el tiempo pasa y celebrar que seguimos vivos mejora el cutis. Si te enrocas en querer ser joven a toda costa, acabas siendo una caricatura de la que fuiste o la hermana gemela de la Duquesa de Alba (la difunta).
– Si tienes la suerte de tener una buena piel, da igual el dinero que gastes y las cremas que te pongas o te dejes de poner. Mi tía tenía más de ochenta años y un cutis perfecto. Todas las noches se ponía el pijama y se embadurnaba la cara con crema Nivea (la del bote azul de toda la vida). Si te despistabas y te despedías de ella después de ese proceso, corrías el riesgo de quedarte pegada a su cara al darle un beso. Era joven de espíritu y tenía un cutis divino, sin complicaciones, sin grandes gastos: el glamour de la sencillez.
– Hay placeres que descubres con los años y que valen millones. Mi lujo preferido es acudir a un centro de estética a hacerme cualquier tipo de tratamiento. Es el momento más feliz de mi «yo superficial». Te tumbas, cierras los ojos y te dejas masajear, apretujar y untar sustancias maravillosas y aromáticas escuchando música oriental o de pajaritos piando (no confundir con los pajaritos de la del acordeón, que esos no relajan a nadie). Sin pinchazos, sin dolor, sin rellenos, solo calidad de vida y desconexión total.
– Sobre la medicina estética también tengo una opinión: creo que una buena cirugía te ayuda a superar complejos y te hace ser más feliz. Nadie debería sufrir por tener unas tetas más grandes de lo normal o algún rasgo “no adecuado”. Afortunadamente, para las nuevas generaciones, los vulgares e innecesarios piropos o acosos callejeros han pasado a mejor vida. No es agradable tener quince años y estar acomplejada por el tamaño de tus pechos y que un grupo de hombres maleducados, salidos y cobardes se dedique a gritarte obscenidades. Todavía siento escalofríos y miedo recordando algunos de esos momentos tan desagradables y tan vomitivos. La cirugía estética ayuda, pero no se puede abusar de ella porque te acabas creando un problema adicional.
Abandono mis muy personales conclusiones y termino mis desvaríos contando una anécdota que me sucedió hace poco tiempo.
Durante una de las típicas comidas navideñas de amigos de toda la vida, pasé un apuro considerable.
Soy muy despistada. Olvido las caras. No me canso de avisar a todas las personas que me presentan de que si las veo y no saludo es porque no me he dado cuenta. Me gusta dar explicaciones y, sobre todo, estoy cansada de pasar por gilipollas, aunque eso es inevitable.
Mientras iba abrazando a los amigos se me acercó una desconocida y me saludó con efusión: “¡Ay, qué alegría!, ¡Cuánto tiempo sin verte!”
Yo, patidifusa, devolví el abrazo, porque no dejaba de estar en una fiesta privada y comprendí que debía conocer a aquella extraña persona.
De repente alguien la saludó por su nombre y caí en la cuenta. Era una amiga de la infancia, a la que conocía desde siempre. En ese caso no es que hubiera olvidado su cara, es que era la cara de otra persona. Era una cara con forma de pandereta de piel oscura, con los rasgos deformados y como apelmazados e hinchados alrededor de lo que quedaba de nariz.
Si me llegan a pinchar en aquel momento no hubiera sangrado; aunque precisamente no era yo la pinchada y requetepinchada.
Dudé entre arrancarle la cara para entonar un villancico a ritmo de pandereta o sacudirla gritándole: “¿Pero qué te has hecho, criatura?”.
Obviamente no hice nada. Me limité a sonreír y charlar con aquella amiga cuya cara era imposible recordar.
Para colmo de los colmos, de repente apareció su marido: reconocible (aunque muy envejecido), calvo y barrigón. Empecé a cabrearme.
¿Por qué a las mujeres nos hacen creer que es malo envejecer y nos obligan (a las que se dejan obligar, claro) a deformarnos con tal de rascar años a lo que es inevitable?
Te pinchas, te rellenas, te anulas y dejas de tener los rasgos básicos que te acompañan desde que naciste para convertirte en una ironía, en una especie de fantoche hialuronizado que ha perdido la capacidad de expresar lo que siente.
Jamás serás mejor ni peor de lo que eres ahora, porque estás viva y es el presente. No te pinches. Vive, por favor.
Coge el dinero que te vas a gastar en los pinchazos, compra un vuelo barato a donde sea y pasea por una ciudad desconocida. Verás como tu cara, la de siempre, se vuelve más luminosa y más tersa. Aprender rejuvenece.
No creo que este artículo me lo patrocine la “Asociación de Médicos Pinchadores de España”. Jamás seré patrocinada por nadie, pero me quedo muy a gusto y eso hace que se me alisen, un poco, algunas arrugas. Todo suma.