Si no me hubiera afeitado aquel día, si hubiera hecho caso omiso a aquel comentario sobre la pelusilla que cubría mi labio superior no estaría esclavizado ahora cada cierto tiempo con la hojilla y la espuma.
Si no hubiera visto todas esas páginas…
Si no hubiera abierto la primera página de aquel primer libro, si no hubiera descubierto que detrás de aquellas y de otras miles de tapas de cartón se escondían cascadas y mareas, cielos borrascosos y azules sin fin, gente mala de verdad y buena de verdad, amores y odios, historias y cuentos sin fin… ahora no sería un soñador que relaciona palabras y gestos con personajes ficticios, y encuentra parecidos razonables con personas y bestias o con bestias y personas.
Si no hubiera probado el sabor dulce de la miel, el amargo de las almendras, el salado del marisco recién cogido, aún palpitando de olas y espumas, el agrio de los limones del patio de mis abuelos -o de un poema de Machado en su infancia de Sevilla- ahora no estaría todo el día pensando que el placer tiene nombre de comida y que si uno no sabe diferenciar entre lo apetecible y lo desagradable no sabe diferenciar entre lo bueno y lo malo.
Si no hubiera visto el Entierro del Conde de Orgaz en Toledo, o aquellos girasoles en Londres, o las sombras tenebrosas del Guernica en Madrid, ahora no sabría qué sensaciones se pueden desbordar cuando uno cruza el pasillo de un museo y es capaz de admirar cuánta vida acumulada puede haber en un cuadro sin vida.
Si no hubiera hecho todo esto no sería quien soy ahora. Sería otro, ni mejor ni peor, otro no mas.
Y, sinceramente, no me apetecería nada conocerlo.