Se ha caído por imperfección. Caerse por imperfección. Da igual si esa imperfección es estructural o sobrevenida, si ya la traes de serie o si te has empeñado en buscarla y en residir en ella. Caerse de la moto por no saber conducir, por un hielo traicionero que se esconde en lo umbrío que se presenta por sorpresa, por un despiste, por un exceso de vista o por un defecto de tacto. Pasaba un águila por arriba o un corzo por la izquierda. Porque hay veces que lo subjetivo es más importante que la realidad que tengo delante. Hay ocasiones en las que lo que hay que hacer es atender a lo que no sirve de nada sino para alimentar el corazón antes que dar razón de lo que estamos haciendo. Por eso me despisto conscientemente tantas veces, porque creo que lo más importante suele ser lo accesorio.
Y no digo que no sea cierto que el Dorado sea un champú, que la virtud sean unos brazos en cruz y que el pecado sea una página web. Los indios que los españoles encontraron en tierras de ultramar acabando el siglo quince se pintaban con oro. La virtud es ese Señor que se dejó crucificar gratis por amor. Y el pecado, la tentación, el ocio finalista, está en las pantallas a las que atendemos. Y todo ello dentro de nuestras peceras, dentro de esos edificios de cristal llenos del agua de la ambición que nos mantiene vivos y que, si salimos de ellos, nos asfixiaremos por falta de líquido para nuestras branquias. Porque el siglo nuevo nos consolida como peces de ciudad que no pueden respirar fuera del asfalto. Pero conectar con lo de afuera, con el campo, con la naturaleza, nos lima esas imperfecciones estructurales o sobrevenidas. Pasear por el campo con la moto por esas carreteras de nadie es sacar la escofina y limarse del culo las esquirlas del diario que nos salen de estar pegados al yugo que bravamente nos queremos sacudir.
Conectar con lo de afuera hace que conectes también con lo de dentro. Vas en la moto y te despistas con un barranco que hay a ese lado, con las jaras que rozan el asfalto, con el sabor dulce de los mosquitos, con la punta de tus dedos congelados, con el sonido de la Harley-Davidson, y también con el recuerdo de tu padre y la mirada perdida de tu madre, y con la caricia de María Jesús, con la sonrisa de Teresa, con el gesto de Eugenia, con el aire de Marta, y va pasando por entre el aire y la pantalla del casco aquello que llena tu vida. Ves cosas, recuerdas cosas, te metes dentro, y eso te puede hacer caer. Me ha pasado muchas veces. Reaccionas y reconduces, y recalculas, y eres consciente de nuevo y tomas las riendas y frenas o aceleras y sientes de nuevo el aire frío y estás cerca de Atienza y sientes vida en tu interior y quieres volver a casa y quieres seguir adelante y quieres parar y fumarte un pitillo, y sigues adelante o tuerces a la derecha y te metes por un sitio que no conoces y el mundo no tiene fin, y te sientes solo y piensas en caerte, y en el Dorado, en la virtud y en el pecado, y tomas conciencia de ser parte de todo esto. Y caes en la cuenta de que lo único que quieres es saber, es entender, de una puta vez, qué es esto de la vida que pasa, porque nadie te ha contado la película en la que resulta que eres el protagonista. Ni siquiera sabes dónde vas a ir hoy con la moto. Y si te caes, te levantas.
Peces de ciudad (Joaquín Sabina y Pancho Varona, 2002)
Se peinaba a lo garçon la viajera que quiso enseñarme a besar en la Gare d'Austerlitz. Primavera de un amor, amarillo y frugal como el sol del veranillo de San Martín. Hay quien dice que fui yo el primero en olvidar, cuando en un si bemol de Jacques Brel conocí a mademoiselle Ámsterdam. En la fatua Nueva York da más sombra que los limoneros la Estatua de la Libertad, pero en Desolation Road las sirenas de los petroleros no dejan reír ni volar. Y en el coro de Babel desafina un español. No hay más ley que la fiebre del tesoro en las minas del rey Salomón. Y desafiando el oleaje, sin timón ni timonel, por mis sueños va, ligero de equipaje, sobre un cascarón de nuez, mi corazón de viaje luciendo los tatuajes de un pasado bucanero, de un velero al abordaje, de un no te quiero querer. Y cómo huir cuando no quedan islas para naufragar al país donde los sabios se retiran del agravio de buscar labios que sacan de quicio mentiras que ganan juicios tan sumarios que envilecen el cristal de los acuarios de los peces de ciudad que mordieron el anzuelo, que bucean a ras del suelo, que no merecen nadar. El Dorado era un champú. La virtud, unos brazos en cruz. El pecado, una página web. En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Cuando en vuelo regular pisé el cielo de Madrid me esperaba una recién casada que no se acordaba de mí. Y desafiando el oleaje sin timón ni timonel, por mis venas va, ligero de equipaje, sobre un cascarón de nuez, mi corazón de viaje, luciendo los tatuajes de un pasado bucanero, de un velero al abordaje, de un liguero de mujer. Y cómo huir cuando no quedan islas para naufragar al país donde los sabios se retiran del agravio de buscar labios que sacan de quicio mentiras que ganan juicios tan sumarios que envilecen el cristal de los acuarios de los peces de ciudad que perdieron las agallas en un banco de morralla, en una playa sin mar.