Hay recuerdos que son como tirar de un hilo, coges uno y ya salen todos seguidos. Y mi abuela es uno de esos.
Igual ella no era una mujer con la que yo me sintiera identificada. Era esposa, madre, ama de casa… cosas que yo nunca he querido ser. Pero era algo más importante, era mi abuela, mi segunda madre. Mía. Porque solemos decir que madre no hay más que una, pero yo tuve la suerte de tener dos.
Mi abuela era una mujer muy redondita. Todavía conservo un dibujo que hice de pequeña en el que dibujé a mi abuela mucho más grande que mi abuelo, y es que era una gran mujer. Cuando yo era pequeña vivíamos con ella y con mi abuelo, hasta que nació mi hermana y mis padres tuvieron que buscarse otra casa porque en la suya no cabíamos. Cuando cumplí 8 años mi abuela se puso enferma, le detectaron diabetes, y al poco tiempo mi abuelo se murió, así que como le daba miedo vivir sola, se vino a vivir con nosotros. Como mi madre trabajaba tanto y mi padre estaba un poco chapado a la antigua, ella fue la que nos crió a mi hermana y a mí. Recuerdo que teníamos un gato, mi abuela se sentaba después de comer a ver la tele, y al gato le gustaba echarse la siesta hecho un ovillo sobre su cabeza, y eso que la medicación que tomaba le daba como párkinson y el gato tenía que estar haciendo equilibrismos para no caerse, pero a los dos les daba igual, era su momento. Después llegaba yo, me “repanchingaba” en el sofá y le ponía las piernas encima, y ella me acariciaba los pies con sus manos arrugadas hasta que me dormía (cosa bastante rápida teniendo en cuenta que la mitad de las veces tenía puesta la novela, o alguna peli de vaqueros, o los toros).
Mi abuela cocinaba súper bien. Mi hermana siempre se escondía detrás de ella (detrás de su redondo culo) y la miraba cocinar, y cuando se giraba aprovechaba y mojaba una miga de pan en lo que tuviera en la cazuela. Ella se enfadaba y le llamaba “galgucia” o “catacaldos”, que eran dos expresiones muy de su pueblo. Pero gracias a eso mi hermana ahora cocina tan bien como ella (incluso los canelones con el ingrediente secreto, sesos, que no nos dejaba decírselo a nadie porque sino no se los comían). Los domingos siempre nos compraba un bollo cuando iba a por el pan, y mi hermana y yo aguantábamos en la cama hasta que llegaba ella, para levantarnos a desayunar. Era el único día que se daba prisa por volver de la compra, porque el resto de días, sabías cuándo iba pero no cuándo volvería. Le encantaba hablar con todo el mundo: las vecinas, las tenderas, la peluquera… Había días que la tenía que ir a buscar, porque mi madre se preocupaba, y la encontraba de camino, con su abrigo gris y el carro hasta arriba, y me recibía con una sonrisa de oreja a oreja “toma, nena, llévalo tú, que pesa”. Y vaya si pesaba…
Tenía esas típicas frases de abuela que siempre repetía. Como cuando me iba con mis amigas de paseo y me decía “¿Dónde vas, hija, al Búnker King?” y yo me moría de la risa y le contestaba “No, abuela, que la guerra ya terminó”, y ella me daba un pellizco. Los fines de semana mi hermana y yo nos peleábamos por dormir con ella, y eso que roncaba como un oso, y como se te ocurriera quejarte siempre decía “Pero si no estoy dormida”.
Con ella pasábamos todos los veranos en el pueblo. Se iba unos días antes a preparar la casa, y cuando llegábamos nos daba cientos de besitos chiquititos, de esos de abuela, de esos que te da quien te estaría besando hasta desgastarte la cara. Recuerdo que, cuando discutía con mi hermana, siempre me escuchaba y me entendía, sentía que era la única que lo hacía… Todo tenía una explicación, ella también tenía una hermana. Cada vez que su hermana venía al pueblo a visitarnos teníamos que recoger todos los juguetes, porque no le gustaba nada el desorden, y nos prohibían invitar a nuestras amigas a casa o rescatar pájaros que se habían caído de los nidos, porque eso le cabreaba sobremanera. Llegaba ella y era como si llegara la sargento. Parecía que siempre estaba de mal humor, y mi abuela era su contrapunto dulce, siempre estaban juntas, y cuando una refunfuñaba, la otra sonreía, y así se complementaban. Mi abuela era nuestra persona favorita, la de todas.
E igual que había días que sabías cuándo se iba de casa pero no cuándo volvería, hubo uno que se fue y ya nunca volvió. Recuerdo que, cuando murió mi abuela, mi tía era la única persona a la que yo quería abrazar, la que entendía mi dolor, y cuando por fin la vi aparecer y se echó a mis brazos, sentí que las dos estábamos rotas. A su entierro vino muchísima gente, porque todo el mundo quería a mi abuela. Porque se hacía querer. Porque sabía querer. Y a querer se aprende, y esa es una de las mayores cosas que me enseñó mi abuela durante todos los años que tuve la suerte de disfrutarla.
Porque gracias a ella soy quien soy. Porque gracias a ella aprendí a andar, a correr, a montar en bici… y también aprendí a ser libre, a respetar, a escuchar… Porque ella sabía que no me iba a poder cuidar siempre, pero mientras lo hizo se preocupó de trasladarme su sabiduría, esa que no viene en los libros, que se gana con la experiencia. Me dio todas las herramientas necesarias para que sobreviviera en este mundo y fuera feliz, para que me cuidase y para que, cuando me cayese, fuese capaz de levantarme y seguir caminando. Por mí, por ella.
Y recordar todo esto es mi manera de agradecerle que me haya dado tanto. Porque recordar duele, sí, pero duele mucho más olvidar.
Visita el perfil de @sor_furcia