En España no hay canal detelevisión en el que la gente no se exprese, discuta (mucho), argumente (poco o nada) sus opiniones sin alzar la voz. Grita que algo queda, pensarán. El gritón adolece de la competencia necesaria para explicar con sustancia sus pensamientos, y el que interrumpe, no escucha, carece de la educación necesaria para considerar al otro un interlocutor. Uno y otro se desprecian. Se grita en la tele, en los titulares de periódico, en el Parlamento y en las calles. Los automovilistas gritan a los taxistas, los taxistas a los peatones; los peatones a los camareros; los camareros a los clientes; los clientes a los jóvenes; los jóvenes a las señoras de Serrano; las señoras de Serrano a las sirvientas con cofia... Gritan los curas, los profesores, los niños, y los manifestantes, gritan los padres y las madres en los partidos de futbolito. Se grita en las casas; en las casas también nos gritamos. Palabras que salen de bocas rabiosas directas a la cara, subiendo la temperatura a la antipatía. Una antipatía que nos va contagiando el malestar. Un malestar que se nos pega a los días, peor si tienen color mercurio, ese color que tiene el desasosiego cuesta quitárselo de encima, tizna el interior, es un come come, oxida la risa. Con la voz airada nos cegamos en el desacuerdo, sin contemplar una posible conciliación de distintos puntos de vistas, nos conducimos obcecados hacia el NO.