Revista Libros

Si usted no grita, yo le escucho mejor

Por Isladesanborondon
Si usted no grita, yo le escucho mejor El grito se ha convertido en el recurso justificado para amordazar al que no piensa igual. El grito sustituye al insulto, porque aquel siempre puede ser objeto de querella.  Grita que algo queda, pensarán algunos. Qué equivocación... El gritón se retrata a sí mismo como un mezquino, carente de formación y de la educación necesaria para alcanzar el estatus de comunicador. El que grita seguramente lo hace porque es incapaz argumentar lo que opina, si es verdad que tiene opiniones.  La voz levantada es la manera de situarse sobre los demás con autoritarismo y menospreciar al vecino tertuliano , una triste paradoja en una democracia como la nuestra. Lo peor de todo es que el grito desencadena más gritos y menos conversación. Levantar el tono siempre causa crispación y un malestar contagioso que arde como la pólvora, llegando a pie de calle. Allí, en la calle, la personas se faltan al respeto a todo volumen, impera la ley de la agresión como norma. Si usted no grita, yo le escucho mejor Y es que el grito imposibilita cualquier predisposición a la comprensión, a la solidaridad y al acuerdo con el otro.  Hace algún tiempo,  no tan lejano, una serie de señores, algunos enemigos irreconciliables en la escena política, se sentaron alrededor de una mesa para redactar una nueva Constitución. De eso me acuerdo. Hace algún tiempo, no hace tanto, existía un pacto invisible, pero tácito, que establecía que las diferencias y las distancias personales, se sacrificarían en pro de una voluntad común. Lo más importante en ese momento era hacer país, trabajar por convertirlo en un lugar de paz, próspero y moderno. De eso me acuerdo. No hace tanto tiempo, la responsabilidad social de los ciudadanos estaba por encima de los protagonismos individuales. En todos los ámbitos, en la política, en los medios de comunicación, en la calle, las personas confiaban en que la democracia era una tarea compartida que exigía consenso a pesar de las diferencias por muy grandes que fueran éstas. El otro merecía respeto por muy distinta que fuera su manera de pensar, y sobre todo me acuerdo que la ilusión por lograr aquel reto que nos brindaba la historia de nuestro país, tanto tiempo ansiada, era una esperanza compartida por todos, donde la palabra conciliadora ocupaba un lugar preferente en el diálogo, porque nos jugábamos el futuro, nada menos. ¿Y de los gritos? De eso sí que no me acuerdo.

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