(EN RESPUESTA A VICENTE)
El yo es lo que se contrapone a la circunstancia; ésta es sentida por el yo como resistencia, dificultad, obstáculo, distancia. Este contraponerse a mí de mi circunstancia hace que surja en mí el deseo, que empuja hacia el punto de fuga en el que virtualmente pueda sentir (como en el útero materno o en el Paraíso) que vuelvo a ser uno con esa circunstancia, que no necesito ya emitir deseo, porque antes de hacerlo, se ha convertido en realidad. Es decir: no necesito vivir, porque la vida resulta que es una función de ese deseo de regresión al Paraíso, el universo mismo lo es de la cósmica pretensión de regresar al punto de partida, el de antes de la perturbación que significa salir de la nada. De ahí el peligro que tiene cumplir nuestros deseos y alcanzar el Paraíso (ser feliz), porque no sería entonces posible responder positivamente a esta perentoria pregunta: “¿Y ahora, qué?”. Por eso decía Ortega que “la auténtica plenitud vital no consiste en la satisfacción, en el logro, en la arribada. Ya decía Cervantes que ‘el camino es siempre mejor que la posada’ ”. Para seguir deseando, para seguir viviendo, es imprescindible que, en buena medida al menos, lo deseado nos falte, porque “en la posesión se aniquila lo deseado, que no tiene independencia, que no existe fuera del deseo” (María Zambrano). En suma: “La vida es un combate fiero –por muy pacífico de gestos que a veces parezca– entre ese yo que es un perfil de aspiraciones y anhelos, de proyectos, y el mundo, sobretodo el mundo social en derredor” (Ortega y Gasset).
Hay un supuesto atajo para intentar eludir ese enfrentamiento con la dificultad que supone lo circunstante: disolvernos en ello, dejar de sentir la inquietud que implica tener un yo, algo en nosotros que desee más de lo que nos da la realidad (eso que la razón nos dice que está ahí afuera oponiéndose a nuestro deseo o dilatando nuestro acceso a lo deseado). Esa disolución o capitulación del yo ante las circunstancias supone que ha de amputarse el deseo hasta adaptarlo a lo que el mundo es capaz de dar, aceptando que no se puede llegar a trascenderlo. Lo cual conlleva el grave riesgo de que esa adaptación acabe convertida finalmente en lamento, en percepción de que en lugar de yo lo que hay es vacío, un vacío que ocupan las circunstancias, que lo llevan a uno mecánicamente de aquí para allá.
Uno no puede quedar a expensas de lo que dicten esas circunstancias. Tiene que escarbar hasta encontrar el yo, el deseo que lleva implícito lo que echamos de menos en la realidad, aquello que haría que ésta tuviese sentido. Porque es cierto que, para empezar, decía Ortega, “la cosa inerte y áspera escupe de sí cuantos ‘sentidos’ queramos darle”. Los depresivos toman partido por la realidad (está detectado en los tests psicológicos), y en contra del yo, que queda sustituido por el sentimiento de vacío. Pero la realidad no es toda la realidad. “Nada es solamente lo que es”, decía María Zambrano. Le falta lo que le daría sentido. Y la misión del hombre (aquello en lo que para nosotros consiste vivir) es añadir sentido a lo que hay ahí afuera, acercarlo al Paraíso, que no es algo externo y objetivo, sino que reside en nuestra intimidad, y desde ahí marca la dirección de nuestros ideales (que no han de ir contra lo real, claro está, sino sólo superarlo). “El hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido”, decía Ortega. Las dificultades que a cada momento nos plantea el vivir tampoco actúan en contra nuestra; todo lo contrario, como también decía: “La fatalidad que es el presente no es una desdicha, sino una delicia, es la delicia que siente el cincel al encontrar la resistencia del mármol”.
Sostenía también nuestro más preclaro filósofo que “el hombre representa, frente a todo darwinismo, el triunfo de un animal inadaptado e inadaptable”. Los estoicos, sin embargo, aspiraban a la plena adaptación a la realidad. Marco Aurelio decía: “Sólo al ser racional le ha sido dado seguir voluntariamente los acontecimientos, pues seguirlos sin más es obligatorio para todos”. Abanderaban, pues, estos otros filósofos el intento de recorrer aquel atajo que lleva al yo a adaptarse a las circunstancias, y que en última instancia consiste en amputar el yo. “Conmigo casa todo lo que casa bien contigo, mundo”, decía asimismo Marco Aurelio. Coincido contigo, Vicente, en que es una delicia leer a este emperador filósofo, y viene muy bien para los momentos en que lo que toca es aceptar nuestras limitaciones, acatar aquello que definitivamente no le pertenece al yo, sino a las circunstancias. Esos momentos para los que Marco Aurelio recomendaba atenerse a lo que hay: “Sofoca la imaginación –decía, en consecuencia, en una declaración directamente antipoética–. Contén los hilos de la marioneta. Circunscríbete al momento actual”. Pero en otros momentos lo que toca es sobreponerse, ponerse por encima de las circunstancias, luchar contra la dificultad (el absurdo en última instancia) que ellas suponen. Precisamente, lo que hizo Job conducido por su fe (lo más imaginativo que tenemos). Lo demás es anticipar la muerte, tomar conciencia de que no somos nadie, de que el destino es por nosotros. El estoicismo es una filosofía de retirada de la vida, una forma de prevenir el dolor y la lucha que es vivir. Séneca lo explicaba así de bien: “Redúcete al nivel más humilde, un nivel del que no puedas ya caer”.
El cristianismo llegó para empujar el péndulo hacia el lado que habían dejado abandonados los estoicos con su instalación en la otra punta: “No os acomodéis a los criterios de este mundo –recomendaba San Pablo–; al contrario, transformaos, renovad vuestro interior para que podáis descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”. Y el mismo Cristo se rebelaba contra el principio de aceptación de lo que hay de los estoicos, cuando dijo taxativamente: “Mi reino no es de este mundo”. Aún declaró más: “Yo he vencido al mundo” (Juan, cap. 16, vers. 33). Y San Agustín le siguió: “No busques fuera de ti lo que está dentro de ti: la verdad habita en lo interior del hombre”. La hipérbole, pues, del yo frente a la circunstancia. Lo contrario que los estoicos, aunque parezca, en superficie, que tengan coincidencias.
San Justino vivió en tiempos de Marco Aurelio. Había sido estoico, pero se convirtió al cristianismo. Fue el primer Padre de la Iglesia. Frente a lo que decían sus antiguos correligionarios, sostuvo: “Evidentemente, ellos (los estoicos) intentan convencernos de que Dios se ocupa del universo en su conjunto, de los géneros y de las especies. Pero si no se ocupara de mí o de ti, de cada cual en concreto, nosotros no le rezaríamos noche y día”. Marco Aurelio, o sus funcionarios, mandaron decapitar a San Justino. Y hasta se puede comprender que lo hicieran: la paz social de la que, como emperador, respondía el primero, es posible mientras el hombre está adaptado a lo que hay, acata las circunstancias, el orden reinante; el cristiano –a veces yéndose, incluso, como hizo San Antonio, de monje al desierto–, al retirarse de las circunstancias, que le importaban un pepino de los de antes de que Alemania se retractase de lo de la bacteria e-coli, ponía en peligro el sistema social. Edward Gibbon, el más prestigioso historiador de la caída del Imperio Romano, achaca a los cristianos, por esta razón, la entrada en la decadencia.
Hasta que alguien vino a decir que no sólo somos “yo” ni sólo “circunstancia”, sino que “yo soy yo y mi circunstancia”, que “esta unidad de dinamismo dramático entre ambos elementos –yo y mundo– es la vida” (Ortega y Gasset) tuvo que pasar todavía un buen rato.