Revista Literatura
El imperio de Amancio Ortega palidece ante la mayor y más antigua empresa multinacional de la historia: la Iglesia Católica. Hoy andan ambos de celebración, unos por los resultados del ejercicio 2012 y otros porque tienen nuevo Consejero Delegado: Francisco I.
Estos días el glamour eclesiástico vende, y vende tanto que a todas horas tenemos noticias y reportajes televisivos sobre cuestiones vaticanas.
Suele decirse que el catolicismo se sostiene sobre el misterio de dios, pero más bien parece, en la mayor parte de las ocasiones, que su fundamento es la tozudez de las masas y la absoluta jerarquización de un ejecutivo poder mundano sobre lo ultraterreno. Una rancia Iglesia en la que los pastores siguen estando muy por encima y cada día más alejados de su rebaño.
Pompa y boato son las mejores muestras de la identidad real de una organización que, tras tantos siglos de existencia a sus espaldas, tiene tanto que esconder que de hecho ha creado todo un sistema para ocultar la verdad, para que la opacidad sea su santo y seña. ¿Qué pasó con el Banco Vaticano?, ¿con Juan Pablo I? ¿Hemos olvidado el documento de 1962 del Presidente del Santo Oficio que proponía la excomunión para quienes hicieran público los delitos sexuales de los sacerdotes? El patrimonio de la Iglesia, el cultural -el moral ha ido desapareciendo en estos siglos de colaboracionismo con el poder-, es incalculable básicamente porque en su mayor parte es secreto.
El mundo institucional del catolicismo tiene poco que enseñar, poco que aportar a nuestra sociedad laica. Escucho hablar ahora a un sacerdote que es Director de Comunicación de la Conferencia Episcopal, cargo común en cualquier gran empresa. Habla de las grandes novedades que trae el nuevo Papa: es el primer Francisco, es el primer hispanoamericano, es el primer jesuita. De momento, para mí, es un cura más. Y difícilmente dejará de ser un cura.
Dijo en cierta ocasión Rouco Varela que “conociendo la vida de un Papa terminamos conociendo las coordenadas históricas en las que se ha desarrollado la vida, la sociedad y también la historia de la Iglesia”. Desde luego ya nos hemos enterado que Francisco I, en su Argentina natal, solo tardo seis años en pasar de sencillo sacerdote a arzobispo y que nunca se enfrentó al régimen militar argentino. Poco sorprendente, poco edificante.