Sicilia, la mayor isla del Mediterráneo se presenta al visitante como una tierra de bellezas y fascinantes contrastes. Tierra de ásperas montañas y de dulces playas, de solitarios pueblos de montaña y de ciudades llenas de gente, de humildes casas de pescadores y de inmensos opulentos palacios. Los antiguos griegos, refinados conocedores del mundo, la amaron y se asentaron, llamándola “Trinacria”, es decir, tierra de las tres puntas, resaltando su geométrica perfección.
Era ese el momento de tierra fértil, productivo suelo vulcánico, soleada y templada, llamada por mucho tiempo “cuna de la civilización”. La Sicilia aparecía como una isla adaptable a cada pueblo che quisiese vivir en un ambiente agradable y hacer florecer la propia civilización. Y en efecto cada pueblo ha dejado su huella: desde los griegos a los “imperialistas” romanos, desde los vivaces y cultos árabes a los dinámicos normandos, desde los “intelectuales” nórdicos al paréntesis francés y a la larga y somnolienta dominación española.
Todas estas presencias históricas son evidentes con mayor o menor intensidad en esta amalgama que es el pueblo siciliano, en el modo de vivir, en el arte, hasta en el color de los ojos y la piel de la gente. Siglos de problemas, atraso, miseria y abandono, no descalifican la profunda fascinación que produce esta tierra, que no es sólo azhares, Etna sugestivo o mar límpido, sino su profunda belleza que emana desde los ángulos menos conocidos de este “corazón del Mediterráneo”.
A Sicilia se adapta mejor que a cualquir otra región de Italia el apelativo de desconocida; es un sistema de islas contenido en una isla y moviéndose entre estas islas se encuentran las diversas Sicilias, sorprendentes por la variedad de razas humanas, culturas y paisajes.
En la isla el turista tiene que tener paciencia y saber buscar. Paciencia y perseverancia serán premiadas porque pocos lugares en el mundo saben dar emociones tan fuertes para finalmente hacerse amar profundamente.