Cuando era más joven me llamaban la atención ver a dos personas “mayores” besándose, dándose un beso de tornillo que decíamos, con lengua. Me producía un pudor enorme. Más en verano, cuando resulta más difícil esconder las pasiones, sean éstas estivales o de más largo recorrido.
Si veía a una pareja besarse con desenfreno y no podía etiquetarlos como jóvenes me sentía incómoda. Me recuerdo hablando con mi hermana, hace unos cuantos veranos, sobre hasta que edad podía enamorarse la gente y a partir de que cifra empezaba a ser ridículo mostrar ese arrebato en público. Más allá de los 30 era toda una osadía. Prohibido decir te quiero con mirada arrebatada. Lo de morderle la boca y que él quisiera mordértela a ti, como cantaban Los Rodríguez, era natural porque tú eras joven. Bendita ignorancia.
Entonces no había atisbo de los 20, y la treintena era algo perdido en un futuro escurridizo. Hemos llegado a esa edad, mi hermana y yo, mis amigas. Mis primas mayores son algo más mayores, las pequeñas se casan, o se licencian, y algunas amigas acumulan en su trastero sentimental un número nada desdeñable de ex-novios, ya casi olvidados y en muchos casos prescindibles. Ex-novios, en plural, que nunca son tantos como los tuyos, porque éstos siempre se te antojan demasiados.
Me recuerdo cruel argumentando esas teorías, sin piedad, también conmigo misma, que me creía eternamente joven. El tiempo se impuso, el 2 pisó al 1 y el 3 llegó lentamente para instalarse. Ahora el reloj corre deprisa y el amor nos deja con la lengua fuera. Pero puedes sentirlo, sudarlo, vivirlo. Puedes ruborizarte si te dan ese el primer beso, o el número 5.000, puedes rendirte. Puedes hacer que tu corazón lata tan rápido que incluso te pida una tregua de minutos, ante el desconcierto y la preocupación del causante de tanta agitación, que quizás, con suerte, sienta como suyos los latidos que se te escapan. Puedes con todo eso, sin salvavidas incluso. Gastes 30, 40 o los que sean.