Tengo los ojos cerrados y una lágrima se desliza por mi mejilla. Estamos en el coche callejeando para llegar a nuestra primera vez. Un semáforo tiene la insolencia de ponerse en rojo. Lo miramos. Nos miramos. El beso es eterno, los otros coches atascan las Ramblas de Barcelona y un concierto de cláxones enfurecidos en do menor, que no ensordecen nuestra risa, pone banda sonora al amor. Arrancamos con los dedos enlazados en el cambio de marchas.
Una vez (y mil más) detuvimos una ciudad.
Eso fue ayer.
Otra lágrima. Ahora miro por la ventana. Tiemblo de inseguridad, de nervios, de miedo… La calle se alza bulliciosa varios pisos más abajo y tú, en silencio, detrás de mí. Me das la vuelta con delicadeza y besas mis labios con la dosis perfecta de ternura y deseo. Todavía tiemblo cuando me desnudas con la suavidad de aquel que está acariciando una flor. Dejé de hacerlo solo un minuto después, cuando tu mirada por fin me atrapó y las ventanas se empañaron de amor.
Me sobraron día y medio para saber que eras tú.
Eso también fue ayer.
Una lágrima más. Estamos en una terraza en el centro de Madrid. Te estoy hablando moviendo mucho las manos y mirando a todos lados, como hago siempre y tú… tú me miras con esa cara de corzo deslumbrado antes de ser atropellado. De repente mis ojos se encuentran con los tuyos y me callo. ¿Qué decía? He perdido el hilo y lo único que puedo hacer es convertirme, ahora yo, en ese corzo deslumbrado.
Tenías todas las estrellas de la noche en la mirada.
Otra vez ayer.
Siguiente lágrima. De nuevo vamos en el coche, esta vez es otra ciudad la que nos rodea, pero no importa porque nunca nada importa. Suena música en la radio y cantamos a pleno pulmón entre besos y carcajadas.
Tu risa siempre tuvo la chispa adecuada.
Ayer de nuevo.
¿Será ésta la última lágrima? Suena el despertador, es temprano, pero el nuevo día ya nos encuentra abrazados. Vamos a desayunar ya o llegaremos tarde. ¿Queda café? No, somos un desastre, aunque uno precioso. ¿Dónde vamos? ¿Otra vez al coche? Ah sí, pero en esta ocasión no hay ciudad, sólo carretera, campo y pueblos. Hace fresco para ser agosto, pero da igual porque respiro profundamente y los pulmones se me hinchan con el aire fresco de las montañas y la felicidad. Hacía mucho que no respiraba libertad. Nos rodean los libros y las sonrisas, los amigos, la pizza. Me hago pasar por ti en el whatsapp mientras volvemos a casa huyendo de todo lo demás. Encontramos refugio en un cine y… oye, pues están buenas las ancas de rana, es verdad que saben a pollo.
Cuando estoy estresada y necesito sentirme feliz, siempre vuelvo a ese viernes de agosto y al rincón que hicimos nuestro entre las montañas.
Ayer, ayer, ayer…
No acaban nunca las lágrimas. “Sígueme, conozco el camino” te digo entre risas mientras te guío por un barrio que no conozco y tú sí. “Tengo un sexto sentido para encontrar bares buenos” continuo mientras olfateo. Tú no puedes más de la risa y yo parezco un perro labrador sobre las patas traseras que abraza tus regalos con las delanteras. “Si te comes toda esa morcilla no vas a cenar”, me dices. “claro que sí, esto no llena”. cinco minutos después, lo de cenar ya no me parece tan buena idea, pero da igual.
Tú eres ese rincón en el mundo donde puedo ser yo.
¿Cuándo fue? Exacto, ayer.
Una lágrima más. Tú no estás, pero sé que voy a verte. Me tiemblan las manos, se me escurre la vajilla del trabajo entre los dedos. No llegas, ¿por qué no llegas? La tarde se hace eterna sin ti y me siento morir. Al fin se abre la puerta y eres tú. Llevas una rosa blanca en la mano y la esperanza en la mirada. Mis besos hacen juego con tus labios, mis brazos con tu cuerpo, mis lágrimas con nuestra añoranza. “Es una rosa blanca eterna”, me dices, “no se marchita, como nuestro amor”. No podía haber metáfora mejor.
Un abrazo que borre todos los malentendidos.
Un abrazo en el que se confundan los latidos.
Un abrazo en el que nos preguntemos qué es tuyo y qué es mío.
Érase una vez un abrazo que fue refugio y no cárcel.
Ayer…
—Buenos días, princesita.
No es tu voz. No eres tú.
Entonces enjugo mis lágrimas, ajusto la sonrisa que me sirve de máscara, abro los ojos y nunca es ayer, siempre es hoy. Un hoy sin mañana al que le sobran deberes y recuerdos y le faltan ilusiones, esperanzas…
Y tú, sobretodo, le faltas tú.
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