Revista Creaciones
No soy nadie sin el reposo que da comienzo a la tarde. Pero cada verano, y más con los años a cuestas, una recuerda aquellas siestas infinitas de los mayores y cómo esperaba ese mover de la mecedora que, por fin, indicaba que la vida se reanudaba de nuevo con el ruido. La mayor que ahora para el balanceo soy yo. Recuerdo los veranos en el Pirineo. Todos los dormían a la hora de la telenovela. Unos se acostaban en la cama, insistiendo que tan solo era un momento. Otros se quedaban en el sofá, como si realmente escucharan ese mínimo hilo de voz que salía del televisor. Incluso los había que se resistían y quedaban sentados a la mesa. No, yo no voy a dormir, decían justo antes de cabecear para dejarse ir sobre el mantel. Penumbra en todas las salas, la guerra contra la luz que atraía el calor. El calor y las moscas. Cómo no recordar al tío Quim dormirse pala en mano, e incluso dando golpes al aire ya dormido. Este poema de Ángeles Mora me transporta a mis veranos sin siesta. Vuelven a mí las imágenes de vernos corriendo calle arriba, calle abajo, en el silencio de un pueblo dormido. Persianas bajadas. Nos gustaba corretear de puntillas por las calles desiertas. Jugar casi sin hablar, no debíamos despertar a los durmientes. Aprendimos a cuchichear a la otra orilla de la siesta. Nadie podía pararnos en la hora más soleada, calurosa y pegajosa de la tarde. Éramos los amos, los dueños despiertos del sosiego. Todos los veranos dejan una huella u otra. Son meses de romper rutinas, no tener horarios, de despedidas y reencuentros. Retomar lecturas, releer o emprender nuevas historias. “Las pisadas del verano en nuestros brazos y piernas/ palmeando húmedos / de lodo y algas.” Anne Michaels convierte los recuerdos en pisadas, nos traslada en sus poemas a su ruta en coche por la costa. Momentos familiares grabados que nos devuelven también los nuestros. Ese olor a mar, esa brisa que nos despeina y nos hace sonreír porque no importa llevar el pelo a lo loco. Es verano, no hay reglas ni para peinarse. Solo debe haber lista de libros, de labores, horarios de aviones, exposiciones programadas y silencio. Porque el calor requiere la paz, nunca el alboroto, llevándonos de nuevo a cuando duermen los mayores. Disfrutar de nuevas páginas, sin importar las horas que llevemos leyendo, cerrar el libro para volver a respirar. Para coger aire. En eso consiste bucear, como dice Alfonso Armada en el prólogo de Buceadores de la piel. Bucear dejando pasar las semanas, sin prisa pero con intensidad. Lo que no vivimos, no vuelve. Llegar a sentir que no existe nada obligatorio. Como dice Kim Addonizio, sentirse sin propósito que hasta las hormigas que transportan, fatigosas, un ala de libélula a través de nuestra sombra, tienen más que hacer. Organizar las horas dejándonos llevar, observando las tormentas estivales, las tardes de truenos que golpean la ventana… Así empieza el verano, descosiendo las rutinas que diría Almudena Grandes. Sin dejar de escribir porque se sigue viviendo. Eligiendo nueva labor para el compás de las agujas. Decidiendo qué libro empezar para tejer nuevas historias de papel. Yendo de sombra a sombra, sin freno y sin miedo.