Pienso en la expresión si las paredes hablasen y en esa otra de caérsenos la casa encima. Pienso en el famoso comienzo de Ana Karenina, novela de León Tolstói, que, como ya sabéis, dice así: «Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera». Pienso en si esa frase es cierta o en si tan solo se trata de que la felicidad suele pregonarse a los cuatro vientos mientras que la infelicidad se silencia, la guarda uno para sí, no se suele compartir, privando así al resto de infelices de contrastar que sea cierto el asumido hecho de que su infelicidad sea única. Pienso en eso que también se dice de que los trapos sucios se lavan en casa y en que las paredes, efectivamente, no pueden hablar pero lo que sí hacen, en cambio, es permanecer impertérritas y acusatorias, como un mudo recordatorio que no da tregua y que aplasta al que vive dentro de ellas. Pienso en que de ahí esa sensación de que la casa se caiga encima, aunque no, la casa no se cae, sino que permanece en pie, resguardándonos. Los cimientos no ceden, están demasiado arraigados. El techo cumple fielmente su función de guarecer. Porque también pienso en que esa es, entre otras cosas, la función de una casa: servir de refugio. Y caigo ahora en que esa función protectora tal vez tiene mucho más sentido, precisamente, en las casas cuyas paredes cercan la infelicidad. Afuera queda el mundo feliz, de los felices, de los normales. Adentro se mantiene lo que no ha de salir, lo que no sería comprendido o, peor aún, sería malinterpretado; lo que nadie quiere ver porque incomoda o, de nuevo peor aún, nos recuerda lo que somos o en lo que podríamos convertirnos. Pienso en que lo que se barre bajo la alfombra no se ve y en que lo que no se ve no existe. Pienso en que lo que no se me ocurriría decir sobre ciertas casas es eso de hogar, dulce hogar.
Pienso en las siete casas vacías de Samantha Schweblin. Pienso en la íntima relación entre vacío y plenitud, en aquello con lo que ilusoriamente llenamos nuestros vacíos. Vuelvo a pensar, como hiciera hace poco a tenor de mi lectura de ese otro maravilloso libro de relatos que es Manderley en venta y otros cuentos de Patricia Esteban Erlés, en que a veces los antónimos son los mejores sinónimos. Y si estoy pensando tanto en todas estas cosas es porque soy como una pared que observa y calla aunque podría contar mucho. Pero el caso es que yo tengo aparato fonador. Yo tengo dedos que teclean. Yo sí tengo la capacidad de hablar. Lo que me faltan son las palabras. Tengo la ropa sucia. Me faltan la lavadora, el detergente y el tendedero para secar y airear la colada. Y he aquí que me encuentro con dos problemas. Uno: realmente me declaro incompetente para hablaros de los cuentos de Samanta Schweblin reunidos en el libro que os traigo hoy. Dos: algunas de las cosas que quisiera contaros de ellos es mejor que las calle para ofrecer una mejor experiencia de lectura al que que se anime a leerlos. Así que, ya veis, soy también tejado. Preservo la infelicidad, el engaño del vacío. Alejo la incomodidad, cierro la sonda gástrica a la hiperprotección y los prejuicios, soy el baluarte contra el empaño de la felicidad ajena.Algo tengo que contar, sin embargo. Podría haber optado por el silencio absoluto, pero no me parecía justo que esta lectura no tuviera presencia en el blog. Así que diré, por ejemplo, que en casi todos estos cuentos hay algún comportamiento anómalo por parte de algún personaje. Diré que esas anomalías no en todos los casos tienen por qué ser peligrosas, si bien desde afuera podrían verse así, y que a mí, más que miedo, me han producido tristeza, aunque, bueno, miedo también, pues nadie sabe lo que le deparará el futuro. Diré que en una de estas siete casas hay obsesión por lo que no se tiene, que en alguna hay dolor por la pérdida de un ser querido, que en otras se planea sobre determinada convención moral, que en otra asistimos al crudo e implacable deterior senil, que las hay en las que se vive la desubicación o en las que realmente se siente que la casa y la situación se cae encima y no queda otra que salir, que abundan en ellas la incapacidad para resolver la situación. Diré que, a excepción de uno que no formaba parte del manuscrito original que se presentó y ganó el IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, pero que se incluyó para la posterior publicación de este libro (este uno había ganado el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2012), son cuentos de interiores o como mucho de jardín, y que incluso cuando algún personaje se sale de estos límites se lleva consigo la casa a cuestas. Diré que me gustaría no ya hablar sino gritar al mundo sobre La respiración cavernaria, el más largo de los siete relatos de este libro; que merecería una reseña para él solo; que no quiero con mi entusiasmo desmerecer los otros seis cuentos que componen este volumen, pues todos ellos son muy buenos, pero que este es de ovación; que la hora larga que me ha durado su lectura ha ido in crescendo; que con qué angustia y con qué impotencia, de esas que me provocan las lecturas que me producen un cúmulo tal de sentimientos que me dan ganas de llorar pero sin embargo no soy capaz de hacerlo, he vivido sus últimas páginas; que no es que se precipite todo en esas últimas páginas sino que Samantha Schweblin da en este relato una lección de manejo de los tiempos magistral; que os lo contaría todo pero que no quiero destrozaros el cómo os va a destrozar ese todo; que solo confesaré que lo comencé con una gran antipatía hacia esa tirana que es su protagonista y lo terminé deseándole la muerte; que qué gusto y qué maravilla que con tanto y tan bueno leído todavía llegue alguien y te sacuda y te sorprenda tan tan gratamente.
Y, dicho esto, ya me callo. Sello paredes y tejado para que nada salga. Si hubiera hecho la colada la ropa no se airearía fuera, sino que estaría secándose dentro impregnando todo más, si cabe, de humedad. Pero no la he hecho porque el cesto de la ropa sucia estaba vacío. Para qué echar nada ahí. La suciedad lleva tanto tiempo incrustada que ya no sale. Además, son manchas que a veces se tardan en percibir; seguro que cuando uno se da cuenta de que están ahí ya no sabe qué hacer con ellas. Y es que su origen no está en el derrame de una copa de vino o en llevarse a la ropa los dedos pringados de chocolate, sino que estamos ante una especie de roña acumulativa. Igualmente, estas casas no se han derrumbado de un momento para otro. No ha habido ningún terremoto ni ninguna explosión. Las grietas llevan tiempo avanzando en su lenta amenaza milimétricamente. Al metrónomo incesante que son las goteras hace tiempo que, por la costumbre, se le dejó de prestar atención.
Salgo, pues, pero no echo la llave por si alguno quiere entrar a que Samanta Schweblin le cuente más que yo o, más bien, a que la magnífica escritora argentina le haga ver y le haga decirse o puede que también callar. Yo no digo más. Sigo, en cambio, pensando. Y, como sabéis que soy incapaz de resistirme, aunque haya sellado tejado y paredes he dejado una ventana entreabierta para que algo se vislumbre. Me voy ya. No seáis tímidos; echad un vistazo por la ventana. El último que salga que apague la luz.
«Sé exactamente qué es lo que estamos haciendo, pero acabo de darme cuenta de lo extraño que es».
«Marga abre los placares, corre algunas prendas que cuelgan de las perchas. Hay pocas cosas y todo está muy ordenado. Es una casa de verano, me digo, pero después pienso en la verdadera casa de mi mujer y mis hijos, la casa que antes también era mi casa, y me doy cuenta de que siempre fue así en esta familia, que todo fue poco y ordenado, que nunca sirvió de nada correr las perchas para encontrar algo más».
Emptied cardboard box, fotografía de Creativity103 bajo licencia CC BY 2.0
«Pienso que las cosas suceden siempre en el mismo orden, incluso las más insólitas, y lo pienso como si lo hiciera en voz alta, de un modo ordenado que requiere la búsqueda de cada palabra. Cuando lavo los platos se me da bien este tipo de reflexiones, basta abrir la canilla para que las ideas inconexas finalmente se ordenen. Es apenas un lapso de iluminación; si cierro la canilla, para tomar nota, las palabras desaparecen».
«Le hablaban como si fuera estúpida porque ninguno de los dos era lo suficientemente hombre para decirle que se estaba muriendo. Sabía que eso no era cierto —eso de que se estaba muriendo—, pero a veces le gustaba fantasear con esa idea. Era algo que él merecía: con su muerte él vislumbraría lo importante que ella había sido para él, los años que ella había estado a su servicio. Quería tanto morirse, desde hacía tantos años, y sin embargo nada parecía deteriorarse más que su cuerpo. Un deterioro que no la llevaba a ninguna parte. ¿Por qué no se lo decían? Quería que se lo dijeran. Quería tanto que fuera verdad».
«Él miró hacia la huerta y ella pensó que él podría no tener mucho más que eso y tuvo miedo de haberlo lastimado. Era posible que un hombre como él no tuviera suficientes cosas para llenar una caja».
«Pero mi suegra dijo algo más. Algo muy tonto que ya no pude sacarme de la cabeza. Dijo que, al salir del negocio con sus treinta dólares, no podía regresar a su casa. Tenía dinero para un taxi, recordaba su dirección, no tenía ninguna otra cosa que hacer, pero, simplemente, no podía hacerlo. Caminó hasta la esquina, donde había una parada de colectivos, se sentó en el banco de metal, y ahí se quedó. Miró a la gente. No quería ni podía pensar en nada, ni sacar ninguna conclusión. Solo podía mirar y respirar, porque su cuerpo lo hacía automáticamente. Un tiempo indefinido se cumplía de un modo cíclico, el colectivo llegaba y se iba, la parada quedaba vacía, y se volvía a llenar. La gente que esperaba cargaba siempre con algo. Llevaban sus cosas en bolsos, en carteras, bajo el brazo, colgando de las manos, apoyadas en el piso entre los pies. Ellos estaban ahí para cuidar de sus cosas, y a cambio sus cosas los sostenían.[...]Mi suegra dice que lo recuerda todo, tanto lo recuerda que puede describir cada una de esas cosas que cargaba la gente. Pero ella tenía las manos vacías. Y no iba hacia ningún lugar. Dijo que estaba sentada en cuarenta centímetros cuadrados, eso dijo. Tardé en entender. Es difícil pensar en mi suegra diciendo algo así, aunque eso es lo que dijo: que estaba sentada en cuarenta centímetros cuadrados, y que eso era todo lo que ocupaba su cuerpo en el mundo».
«Las puertas se cierran. Cuando se abren las luces del pasillo vuelven a parpadear. Frente a mi departamento me envuelvo el pelo otra vez con la toalla. La puerta no tiene llave. Abro despacio y todo, todo en el living y en la cocina, está aterradoramente intacto. La frazada está tirada a los pies del sillón, las colillas y las tazas sobre la mesa ratona. Están los muebles, todos los muebles en su sitio, guardando y sosteniendo todos los objetos que puedo recordar. Y él todavía está en la mesa, esperando. Levanta la cabeza de sus brazos cruzados y me mira. Salí un momento, pienso. Sé que me tocaba hablar a mí, pero si él pregunta, eso es todo lo que voy a decir».
«Mi madre está acostada boca abajo sobre la alfombra, en medio del cuarto matrimonial. La azucarera está sobre la cómoda, junto a su reloj y sus pulseras, que evidentemente se ha quitado. Los brazos y las piernas están abiertos y separados, y por un momento me pregunto si habrá alguna otra manera de abrazar cosas tan descomunalmente grandes como una casa, si será eso lo que mi madre intenta hacer».
House, fotografía de leighklotz bajo licencia CC BY 2.0
Ficha del libro:Título: Siete casas vacíasAutora: Samanta SchweblinEditorial: Páginas de EspumaAño de publicación: 2015Nº de páginas: 128ISBN: 978-84-8398-185-1Comienza a leer aquí
Si te ha gustado...¿Compartes? ↓