Alguien tiene que contar la historia de Tom. No merece ser olvidado y temo que si no soy yo, nadie lo hará. Claro que tampoco conozco realmente su historia. Sólo la parte de su historia que se cruzó con la mía.
No es cierto que de noche todos los gatos sean pardos. Pero sí que Tom era pardo, de día y de noche. Pero era de noche cuando destacaba. Su caminar seguro y señorial por los tejados le daban un aire distinto. Lo de señorial debería formar parte de alguna de las “mil leches” que impregnaban su árbol genealógico. Pero lo cierto y verdad es que nos traía a mal traer a todos las gatas de la vecindad. Casi todas habían cedido ya a sus encantos y los tejados andaban poblados de sus innumerables bastardos.
No es por presumir, pero creo que yo (me llamo Cleo y soy de Siam) era la única que no había sucumbido a sus requiebros. Principalmente por falta de oportunidad, para qué negarlo. Mis dueños no me permitían salir a corretear los tejados como los demás gatos que no tienen mi alcurnia. Me decían que yo estaba destinada para un gato de mi mismo pedigrí y que no podía echar a perder mi futuro con uno de los miles de vagabundos que pululaban por el barrio y sus tejados.
Tom, además de seducir a cuanta minina se le cruzara en el camino, se dedicaba al noble arte de tomarle el pelo a los perros del vecindario. En cuanto veía a uno, se le cruzaba en el camino, se le ponía a tiro y en cuanto el perro salía en su persecución, usaba sus mil formas endiabladas de regatearlo y con su profundo conocimiento de cada rincón, los burlaba siempre dejándolos con tres palmos de narices. Unas veces metiéndose en agujeros imposibles para los perros, otras encaramándose a lo más alto de un árbol o simplemente ganándoles en carrera y desapareciendo de su vista.
Una noche, conseguí burlar la vigilancia tan estrecha a que era sometida y me encontré con Tom en un tejado a tres aguas que formaba parte del conglomerado de tejados de la iglesia. Allí ocurrió lo que hacía tiempo que debería haber ocurrido y luego, se alejó de mí con ese andar displicente que le había visto en tantas otras ocasiones, aunque, esta vez, sí que era yo la destinataria de tan chulesca despedida. En ese momento se cruzó en su camino un pastor alemán, que nada más verlo empezó a gruñirle con la sana intención de que huyera y lo dejara en paz. Pero Tom no iba a dejar escapar la oportunidad de tomarle el pelo y se le acercó de manera temeraria. Se inició una feroz persecución en la que los dos pusieron de su parte sus mejores artes. Tom corriendo y driblando y el pastor alemán persiguiendo y no acudiendo a ninguno de los engaños que Tom le proponía, por lo que la cosa se estaba poniendo peliaguda para mi pobre Tom. Después de mucho tiempo corriendo y sin poder despistar al perro, Tom encontró un flamboyán salvador y se encaramó a lo más alto. El perro se quedó ladrando desesperado en la base del árbol, mientras Tom con cara de burla se reía del pastor alemán. De repente, cuando más feliz se las prometía, la rama en la que estaba subido Tom cedió, desgajándose del árbol, y mi pobre Tom vino a caer justo delante de las fauces del pastor alemán. Tom se revolcó en el suelo, se levantó desorientado y cuando enfrentó la cara del pastor alemán tuvo una sucesión de siete infartos que acabaron una por una con sus siete vidas.
A mí, la aventura me costó un parto de seis “mil leches”, todos con el mismo porte de mi Tom, y una esterilización por parte de mis dueños. Que duda cabe que corrí mejor suerte.