La incultura tan propia de nuestro país y su arraigado gusto por la anécdota, un pecado que se acentuará más y más a medida que avance el siglo, hacen que conozcamos poco o nada de la Francia de Vichy y el período de la ocupación nazi del Hexágono entre 1940 y 1944. Quedan los tópicos reverdecidos ahora que se cumplen setenta años, pero más allá de los mismos conviene escarbar con afán analítico para comprobar que aquella pesadilla estaba envuelta de códigos más que siniestros que tuvieron un broche final en tierras alemanas.
Pierre Assouline lo logra en Sigmaringen, novela que toma como excusa el último periplo del gobierno del casi nonagenario Mariscal Pétain para hilvanar una trama con muchos estratos interesantes. El título de su libro alude a la localidad alemana donde se alojó, por obra y gracia del Tercer Reich, la flor y nata de esa segunda Francia que no resistió al invasor y prefirió avenirse para pescar ideología y fortuna en un terreno muy espinoso. El desembarco de Normandía y la liberación de París provocaron su partida hacia los dominios del Führer, que no tuvo ningún tipo de problema en ordenar a los legendarios Hohenzollern que abandonaran su mítico castillo para acoger a sus títeres galos. El desalojo de los nobles muestra a las claras las tensas relaciones entre la cúpula de poder nazi y los dueños del pastel durante milenios, reacios casi por completo al arribismo del caporal austríaco y sus secuaces. Y ahí es donde empieza una historia con una voz narrativa sólida y un espacio muy concreto que parece dotar al todo de un cierto grado tétrico. El castillo es una fortaleza y una prisión donde los únicos que quedan del conjunto previo son los miembros del servicio, entre los que destaca Stein, máximo protagonista y fiel observador de lo ocurrido. Su sapiencia del lugar hace que podamos entender las divisiones de su tarta, donde para evitar choques innecesarios se sitúa al héroe de Verdún en lo más alto y a los demás en pisos inferiores accesibles sólo mediante las escaleras, pues el ascensor está reservado al viejo desconfiado y ya marchito que comandó esa intentona reaccionaria con olor a satélite. Stein es un mayordomo de primera. Cumple a rajatabla con el protocolo, se preocupa por cualquier minucia y no tolera ningún desorden en las pautas marcadas, como si así prolongara el espíritu de sus amos para mantener una tradición inquebrantable pese a los visitantes, arribistas que se comportan como tales sin aspavientos ni estridencias. La naturalidad de ese grupo mediocre en un ambiente extraño es uno de los logros del volumen, donde en ningún instante se comercia con la espectacularidad, innecesaria en un relato donde los ritmos vitales se ajustan a un encierro surcado por la guerra y una serie de costumbres jerárquicas que no son del gusto de todos. La rigidez germánica de Stein parece ocultar frustraciones internas que compartirá con Jeanne, la intendente del mariscal, dura hasta que rompe su coraza para respirar mejor en unos barrotes donde la humanidad de ambos es la nota que rompe la constante música lúgubre que cubre el tejido. El castillo es una metáfora real del absurdo tanto de la situación como de esos personajes desalmados por su insignificancia. Se sienten importantes, mantienen su compostura ministerial y olvidan que nada pueden hacer, son despojos de la Historia agarrados a un barco que hace aguas por todos lados. Más abajo, en el pueblo, un nutrido grupo de colaboracionistas ha mutado la ciudad de la luz por unas calles donde son figurantes que han creado una comunidad provisional donde destaca por exigencias del guión el médico Destouches, más conocido por su nom de plume. Céline es el atractivo especial de la trama, pero no engañaremos a nadie. Su presencia es vistosa sin ser esencial, palpable sin ostentar ningún tipo de predominancia. Aparece, deambula por el castillo y se esfuma porque otros aspectos lo eclipsan. Entre ellos cabe mencionar la misma estructura de la obra, compuesta como si fuera un drama de génesis y disgregación limitado en el tiempo con una adenda que nos ubica en el futuro a través de un viaje de Stein una vez han terminado las hostilidades y Europa se sacude el miedo para intentar volver a la normalidad.Personalmente considero que estos breves interludios entre raíles, que avivaron en mi recuerdo la lectura de La tregua de Primo Levi, son la justa marcha que confiere a la novela ese tono evocador entre el íncubo y la precisión de la memoria reciente que se condimenta con matices ideológicos trazados con sutileza, desde los libros mencionados hasta meros gestos que indican posturas bien definidas.Otro autor hubiera armado un artefacto narrativo de denuncia salvaje para lograr un golpe de efecto. Assouline no pertenece a este nutrido elenco. Es sobrio, expone lo acaecido con elegancia y deja que los acontecimientos y las actitudes hablen por sí solas por mucho que Stein sea el ojo que todo lo ve, una pupila muy bien documentada, pues nada de lo contado es fruto del azar, factor honesto y bien trabajado porque en ningún momento la fluidez de la prosa queda obstaculizada los datos contextuales, bien camuflados entre diálogos, reflexiones y delirios de una troupe que sin ser la del Ángel exterminador buñueliano alcanza cotas surrealistas casi sin proponérselo. Al fin y al cabo la Historia tiene épica por sus cronistas, hombres que suelen olvidar lo grotesco de la cotidianidad.