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Sigmund Freud: la historia de sus últimos días

Publicado el 23 septiembre 2021 por Joseantortega

Murió el 23 de septiembre de 1939, agotado por un cáncer de laringe y por un cuadro séptico agudo. Se aproximó a su final con extraordinaria lucidez y con un dejo de amarga burla hacia el nazismo, que lo había perseguido, lo había convertido en un enemigo mortal del Reich y lo había condenado al exilio

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No se privó de ninguna ironía. Carcomido por el cáncer, consciente de que esos eran sus últimos días, lejos de la ciudad y del país en los que había vivido durante setenta y nueve años, Sigmund Freud se aproximó a su muerte con extraordinaria lucidez y con un dejo de amarga burla hacia el nazismo, que lo había perseguido, lo había convertido en un enemigo mortal del Reich hasta expulsarlo de Austria.

Freud murió el 23 de septiembre de 1939, hace ochenta y dos años, agotado por un cáncer de laringe, por un cuadro séptico agudo y cuando su médico, Max Schur, hizo honor a un pacto entre ambos: aplicarle morfina cuando llegara lo inevitable. 

Para entonces, hacía veinte días que Adolf Hitler se había lanzado a conquistar el mundo, había desatado la Segunda Guerra Mundial para entronizar a un Reich que iba a durar mil años y duró seis.

Antes de la guerra, Freud había marchado al exilio con un amargo humor. Después de la anexión de Austria por parte de los nazis, Freud fue uno de los principales enemigos, y opositores, de Hitler. 

Judío y fundador de la escuela psicoanalítica su figura, conocida en el mundo, hacía impopular su asesinato: el Reich presionó para expulsarlo. Sus libros fueron quemados en las enormes hogueras públicas en la que ardieron la intelectualidad, el arte y la ciencia de aquella Alemania faro de cultura de Europa.

Freud no tenía intenciones de marcharse, de modo que los nazis le hicieron saber el peligro que corría su familia. En un allanamiento del edificio donde funcionaba la editorial psicoanalítica, que también era el de su vivienda, los nazis se llevaron a su hijo Martin, lo interrogaron todo un largo día y lo liberaron.

Una semana después, hicieron lo mismo con su hija Anna, apresada en el cuartel general de la Gestapo vienesa. Eso convenció a Freud de la necesidad de partir.

Sus cuatro hermanas, que se quedaron en Viena, murieron años más tarde en los campos de exterminio nazis. “Anna en la Gestapo”, anotó Freud en su diario como síntesis del que acaso fue el día más negro de su vida.

El 4 de junio de 1938, junto a su mujer Martha Bernays y su hija, Freud inició su viaje al exilio, enfermo, deteriorado, viejo y frágil. Antes, debió firmar un documento elaborado por los nazis que decía:

 “Yo, profesor Freud, confirmo por la presente que después del Anschluss (anexión) de Austria al Reich he sido tratado por las autoridades germanas, y particularmente por la Gestapo, con todo el respeto y la consideración debidos a mi reputación científica; que he podido vivir y trabajar en completa libertad, así como proseguir mis actividades en todas las formas que deseara; que recibí pleno apoyo de todos los que tuvieron intervención en este respecto, y que no tengo el más mínimo motivo de queja”.

Nada era verdad. Freud entonces preguntó entonces si podía agregar una frase al texto, y escribió: “De todo corazón puedo recomendar la Gestapo a cualquiera”.

A las tres de la mañana del 5 de junio Freud y su familia cruzaron la frontera con París a bordo del Orient Express. Llegaron a Dover en ferry, con la salud del ilustre paciente más o menos entera, mejor de lo que él mismo esperaba, previas dosis de trinitrina y estricnina para superar el esfuerzo.

Freud tuvo un sueño en aquel viaje nocturno entre París y Dover. Se lo contó a su hijo días después. Soñó que desembarcaba en Pavensey, el puerto en el que había desembarcado Guillermo El Conquistador en 1066. Interpretaciones aparte, Freud quedó encantado con Londres.

A su llegada, pasó en por el Palacio de Buckingham, por Burlington House, por Picadilly Circus, y por Regent Street, todos sitios que identificaba con fervor. Se instaló en el 39 de Elsworthy Road, una casa con jardín que fue su hogar transitorio. Freud paseó por el jardín de la casa y lanzó su segunda ironía en tres días: “Casi estoy tentado de gritar Heil Hitler”.

El año y dos meses que le quedaban por delante lo vivió con cierta intensidad. Y algunas curiosidades: recibió visitas entre las que se destacaron las de H.G. Wells, el historiador judío Joseph Yahuda, el escritor Stefan Zweig y, en especial Freud recibió con cariño a Jaim Weizmann, el famoso líder sionista por quien sentía particular afecto.

Lo curioso

El 19 de julio Stefan Zweig fue a visitarlo con un personaje ya por entonces bastante singular: Salvador Dalí que, de inmediato, hizo un boceto de Freud y afirmó que su cráneo le recordaba la imagen de un caracol. Freud escribió luego a Zweig:

“Realmente debo agradecerle que haya traído al visitante de ayer. Porque hasta ahora yo me había inclinado a considerar a los surrealistas, que al parecer me han adoptado como su santo patrono, como locos absolutos, digamos en un noventa y cinco por ciento, como ocurre con el alcohol. Este joven español, con sus cándidos ojos fanáticos y su innegable maestría técnica, ha logrado cambiar mi valoración. No cabe duda de que sería muy interesante investigar analíticamente cómo logró caqrear ese cuadro”.

A finales de año, Freud se había restablecido lo suficiente como para atender a cuatro pacientes, con muy pocas interrupciones, hasta que el mal se lo impidió, ya cerca de su muerte. 

El cáncer lo acechaba con exasperante lentitud y en marzo de 1939 se hizo inaccesible para los cirujanos que ya lo habían operado treinta y tres veces, sufrió la extirpación de parte de la mandíbula y vivió el resto de sus días con una prótesis: Freud pagaba así tributo a su adicción al tabaco, fue un fumador empedernido desde los 20 años, jamás hizo caso a las recomendaciones médicas y fumó hasta poco antes de su muerte.

En marzo de 1939, ya casi abatido por el mal, envió un saludo a la Sociedad Psicoanalítica que había fundado y que cumplía un nuevo aniversario. Envió una carta a su discípulo y amigo, Ernest Jones, que escribió también una fantástica biografía que sirvió de fuente a estas líneas. 

Freud se lamentaba que, aún cerca de la Sociedad, no pudiera estar en la celebración: 

“(…) Pero, como somos impotentes ante el destino, tenemos que aceptar lo que este nos depara. Así, pues. Debo contentarme con enviar a la sociedad que celebra su aniversario –y desde lejos, estando tan cerca– un saludo cordial y los más afectuosos deseos (…)”

Reacción a tomar medicamentos, “prefiero pensar en medio del tormento a no estar en condiciones de pensar con claridad”, aceptó como único calmante, y de vez en vez, una aspirina.

En agosto de 1939 se derrumbó. Sus heridas despedían un desagradable olor y creció su debilidad: ya no podía pasear por el jardín y pasaba horas mirando sus flores favoritas por el ventanal de su estudio, que era su refugio de enfermo.

Jones recuerda: “El cáncer se abrió camino a través de la mejilla hasta la cara externa y el estado séptico aumentó. El agotamiento era extremo y el sufrimiento, indescriptible “.

El 19 de septiembre cuatro días antes del final, Jones fue convocado para despedirse de su maestro. “Lo llamé por su nombre mientras dormitaba. Abrió los ojos, me reconoció y levantó la mano para dejarla caer luego con un gesto sumamente expresivo en el que estaba encerrado un mundo de significados: saludos, buenos deseos, resignación. No hubo necesidad de cambiar una palabra”.

El 21, Freud le dijo a su médico: “Querido Schur, usted recordará nuestra primera conversación. Usted me prometió que me ayudaría cuando yo ya no pudiera soportar más. Ahora es sólo una tortura y ya no tiene ningún sentido”. 

El médico apretó su mano y le prometió que le daría los sedantes necesarios. Freud le agradeció y le dijo: “Cuéntele a Anna nuestra conversación”. Dice Jones que no hubo en esa escena inolvidable ni emoción, ni autocompasión: “Sólo la realidad”.

Schur le aplicó una dosis de morfina, el paciente lanzó un breve suspiro de alivio y se hundió en un profundo sueño. Murió poco antes de la medianoche del 23. Fue incinerado en el cementerio de Golders Green en la mañana del 26. Sus cenizas se depositaron en un ánfora griega, uno de sus objetos preferidos. Allí reposan hoy junto a los restos de su mujer, Martha Bernays.

Con información de Infobae.


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