No importa dónde ocurran las historias de perros. A diferencia de las nuestras, la mayoría se vuelven universales; o quizá ya nacen así. ¿Qué son, acaso, sino instantes libres de prejuicios?; situaciones donde una mala experiencia siempre alcanza una lección, una sonrisa o una mirada de complicidad.
La última nos llegaba hace unos días de EE. UU. Allí, en Vashon, un setter irlandés salvó con su lealtad a su compañera, una basset hound llamada Phoebe. Es una de esas noticias que nos habla de aquello de en las buenas y en las malas, de aprender un poco a ser más animales (en el buen sentido), de preocuparse por las cosas que realmente importan.
De vez en cuando, también traspasan noticias de sabor agridulce: está la de aquella animalista que se suicidó con sus perros por convicción (equivocada), y también las miles y miles de granjas, mataderos y otros centros que, como si de una extensa frontera se tratase, dividen las opiniones de animalistas y no animalistas.
En esta otra franja de tierra, quedan los febreros que temen los galgos, las rehalas de los podencos, las constantes carreras apresados por un coche o una moto… A diez mil pies de altura, un hombre cambia el rumbo de un avión para salvar a un único perro aterrado en la bodega; a 500 kilómetros de Damasco, un adolescente de 17 años junto a su perro hacia Turquía con la intención de alcanzar a pie la isla de Lesbos; en ese mismo instante, miles y miles de animales sueñan con que alguien los recuerde siquiera.
Mueren asfixiados por no encontrar alguien que dé sentido a su vida —aunque quizá ellos quisieran seguir buscándolo, ¿no?—; por nuestra incompetencia, por ignorancia también; guillotinados por no ver más allá de nosotros, por tradición, y a veces hasta por maldad. Movidos por el rencor, o por la desconocida condena hacia uno mismo a través de los actos, como es el caso de Rompesuelas, pero también del burro Capitán y del león Cecil y de tantos millones de seres a los que todavía no hemos bautizado más que con sufrimiento.
Quizá esas historias universales nos susurran que luchemos por una ley real contra el maltrato; quizá sea eso con lo que sueñan miles y miles de animales que no tienen más que el soñar para vivir.
Quizá es bueno y redentor compartir algunos sueños…
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