Revista Opinión
La escritora noruega, Sigrid Undset, premio nobel de literatura en 1928 (cuando el nobel no estaba regido por ideologías como ahora), escribe sobre la ignorancia invencible o inculpable (*), y los atenuantes en el juicio divino (al final), con un estilo propio.
Para los que no la conocen, Sigrid antes de convertirse al catolicismo era agnóstica y feminista. Se casó con un pintor noruego y por una serie de crisis en el matrimonio se divorciaron haciéndose cargo ella de los hijos de ambos y además los hijos del primer matrimonio del pintor. No volvió a casarse y ante el dilema de trabajar o cuidar de los hijos, optó por cuidar de los hijos de día y escribir de noche y los domingos.
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Imaginemos una persona ignorante en religión y autodidacta en moral. A base de las opiniones tradicionales que ha absorbido inconscientemente sin analizar su origen, y de ideales que le dictan sus tendencias naturales, se ha formado sus propias concepciones de la vida honrada y de la que no lo es, acerca del vivir recto y del equivocado. Siente en sí mismo el instinto normal, humano, de propia perfección, de vivir de un modo que a él le parece humanamente valioso. Entonces cede a la tentación de hacer lo que es fácil, en vez de lo que es debido: la eterna tentación humana de ser infieles a algo que los no cristianos también sienten en sí y a lo que llaman su yo mejor. Se levanta una, muchas veces, y vuelve a caer y es infiel a sus propios ideales. Ya decía la experiencia de los santos –Santa Teresa y San Luis Gonzaga, por ejemplo- que nuestra propia naturaleza tiene una terrible inclinación a decaer, a echar mano de reflexiones baratas y socorridas, de satisfacciones que, en nuestro corazón, sabemos que no son capaces de satisfacernos, a regir (¡sólo por una vez!) el esfuerzo; a ser perezosos, flojos y fríos, vulgares e inertes. Nuestro hombre nunca ha comprendido el dogma del pecado original, o ha tomado la narración de Caín por una parábola judía; peor, tal vez está contagiado por algunas ideas rousseaunianas sobre la bondad fundamental de la naturaleza humana y descubre que en todo caso la suya no es buena; supone, por tanto, que es un hombre inferior, un odioso deficiente moral, un carácter más débil que el ser humano normal (¡o una víctima especial del destino!) No cree en la gracia salvadora de Dios que hace luchar con vigor, que es esperanza de victoria. Por eso se juzga indigno de vivir, escoge el ejecutarse por su propia mano, mientras le queden algo de valentía y de honor. ¿Es eso cobardía?
O bien pongamos una persona enferma y desahuciada: sabe que el desenlace es seguro y que ha de morir. Pero, antes de que llegue el final, tal vez ha de enfrentarse con años de desamparo, embotamiento, idiotez. Humanamente hablando, será inútil y repugnante, su enfermedad acarreará gastos a los demás, será molesto cuidarle, los que le quieran se apenarán a la vista de sus sufrimientos. Mejor será aliviarles de esa carga en que va a convertirse; no forma parte de sus creencias el que Dios salvó al mundo muriendo en la Cruz: las palabras de San Pablo sobre el “completar en su carne lo que falta a la pasión de Cristo” no tienen sentido para él. Que pueda realizar algo, meramente sufriendo, que las cargas y sufrimientos que ha de imponer a los otros tengan un sentido en el plan de Dios eso no puede creerlo (y yo admito que debe de ser extraordinariamente difícil creer que las molestias que imponemos a los demás contra nuestra voluntad puedan servir para algo bueno). ¿Es una cobardía el que un enfermo como éste ponga fin a su vida?
Admito, pues, de buena gana, que sigo la doctrina de la Iglesia Católica y no meramente mi propia conciencia, al confesar que el suicidio es un pecado. Porque creo que los dogmas de la Iglesia Católica contienen verdades absolutas, puedo llegar a comprender por qué el suicidio es pecado; ….cuando lo comete una persona que tiene el pleno uso de su inteligencia y ha sido instruida en el misterio de la Cruz, es el pecado absoluto que no admite expiación, ya que el mismo suicida pone fin al tiempo de la gracia. Pero, si tuviera que seguir solamente mi propia conciencia y mi inteligencia natural sin instrucción, diría por supuesto que el suicidio puede ser un modo ignominioso de escurrirse y dejar que los otros te paguen la cuenta. Pero puede también ser una acción heróica, y así han considerado el asunto los paganos de todas las épocas. Y, a menos que esté equivocado, la Iglesia Católica ha sostenido también siempre que, aunque un acto sea pecado material –y lo es aun cuando quien lo cometa crea por falta de adecuada instrucción que es un acto bueno o justificable- sólo se convierte en pecado formal, de modo que el pecador pueda llamarse responsable, cuando está lo suficientemente instruido para saber que está obrando mal. Podemos, pues, admirar a Aníbal y Mitrídates que no sobrevivieron a la derrota de su nación. La estatua clásica del guerrero galo que ha dado muerte a su esposa y sostiene aún su cuerpo con una mano mientras la otra dirige la daga contra su propio pecho es expresión de heroísmo también para nosotros. El punto está en que el galo actúa rectamente según sus principios al matar a su esposa y matarse a sí mismo para escapar de la esclavitud. Nunca ha visto un crucifijo y no sabe qué significa lo de que Dios reina desde el Arbol; nunca ha oído hablar de la esclava Blandina en la arena de Lyon o de la esclava Felicitas de Cartago. No sabe nada sobre la fe que hace a las siervas más libres y regias que las reinas paganas.
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Pero la Iglesia debe atenerse a las manifestaciones de los hombres –signos, palabras, y hechos- sobre si quieren permanecer dentro o fuera de ella. Debe excomulgar a los que declaren abiertamente que no creen lo que ella predica y no acepten la gracia de Dios, al menos por los medios por los que la Iglesia tiene el deber de administrarla. No puede expulsar a un pecador que insiste en afirmar que cree lo que la Iglesia enseña –aunque no viva según su fe- y pide que se le dé la ayuda de sus Sacramentos para poder vivir en el futuro según su fe. Esta me ha parecido siempre una posición clara y lógica –mucho antes de que se me ocurriese que lo que la Iglesia Católica administraba realmente era la gracia positiva-. Nunca he podido ver presunción alguna en el hecho de que expulse o admita a los hombres según la actitud que adoptan frente a ella por un acto de rebeldía o sumisión.
En última instancia hay en cada alma un substrato de secretos últimos que no conoce nadie sino Dios, por más escrupulosamente que el alma haya intentado conocerse a sí misma, aun ante su más riguroso confesor. Esta es precisamente la moral de todas las leyendas medievales, de difuntos que murieron fortalecidos con todos los ritos de la Iglesia y que, sin embargo, vuelven un buen día o una buena noche y horrorizan a su padre espiritual y a sus parientes con las revelaciones más espantosas respecto a su condición presente; de hostias que vuelan directamente de la mano del sacerdote a la boca de un pobre penitente que ha sido relegado al último extremo de la iglesia; de monjes que murieron sin recibir la absolución de un pecado y habían sido enterrados fuera del cementerio de sus hermanos, y de improviso aparece el muerto en el coro o en el capítulo de la mano de la misma Virgen, quien explica que había circunstancias atenuantes o justificantes que sólo Dios conocía….
Sigrid Undset
Carta a un Párroco
Pensadores Católicos Contemporáneos
Pag. 572-575
Ediciones Grijalbo
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(*) La ignorancia se llama invencible, cuando no se la puede superar física o moralmente, es decir, por incapacidad absoluta, como en los niños y dementes, o por incapacidad relativa, como en adultos que en una situación determinada no cuentan con medios para salir de ella. La ignorancia quitará o no al acto su moralidad formal, con relación al aspecto ignorado del mismo, según que el sujeto haya sido o no culpable de encontrarse en ese estado de ignorancia con previsión, al menos confusa, de las consecuencias malas a que se exponía. Cuando la voluntad ejecuta algo por ignorancia antecedente del entendimiento, es decir, en disposición de no ejecutarlo si conociera la verdadera realidad, eso que hace es propiamente involuntario. La Iglesia condenó la proposición jansenista según la cual «aun cuando se dé ignorancia invencible del derecho natural, en el estado de naturaleza caída no excusa ella de pecado formal al que hace actos pecaminosos» (Denz.Sch. 2302).
M. ZALBA EBRO